Opiniones personales. Opiniones ajenas. Mafalda. Otros

viernes, 9 de noviembre de 2012

Algo que aprendí de mi madre

Carlos Soler
Ni un segundo de odio, ni un pensamiento de rencor hacia “los que mataron al abuelo”
      Hace una semana vi la película La conspiración. La historia es sencilla: USA, mediados del XIX. Los estados del sur acaban de perder la guerra. Un puñado de sureños despechados trama un complot y asesinan al presidente Lincoln. Para honrar al presidente y dar una lección, las más altas autoridades federales amañan un juicio en el que se condena a la horca, sin defensa real, a cuatro personas; entre ellas, una mujer inocente. Esta mujer es el personaje principal de la trama, junto con el abogado que intenta defenderla.  
      Pensé que si los huesos de Lincoln se levantaran de la tumba habrían deplorado semejante “homenaje”. Quienes así “honraron” la memoria de Lincoln parecían hacerlo movidos por una mezcla de sentimientos comprensibles pero no justificables: venganza, miedo, necesidad de demostrar autoridad y mantener el orden. En este episodio de la historia de América me pareció ver una constante de la humanidad que, por desgracia, ha estado muy presente en España durante el último siglo, y que, entre todos, deberíamos intentar superar.
      Mi abuela la superó. Mi madre la superó. Y creo que su ejemplo es una pequeña y preciosa contribución para esa tarea. Voy a contar mi pequeña historia.
      Antonio Ferrán, mi abuelo, murió durante la guerra civil. Como tantos españoles de uno y otro lado. Su caso fue especial… pero en realidad todos los casos fueron especiales: todos tenían nombre, tenían mujer, o marido, o hijos, o padres: eran únicos. Todos dieron su vida y todos tienen quienes les lloran. Y quienes, llorándoles, honran su memoria.
      No quiero detenerme en esto ahora, sino en la reacción de mi abuela y, siguiendo sus pasos, de mi madre y de mi tía. Pero voy a contarla tal como yo la viví desde mi infancia. Se resume así: nunca supe nada. Evidentemente, porque mi madre no lo contó.
      “Nunca supe nada”. ¡Cuánto silencio hay detrás de estas palabras! ¡Cuánto se empeñó en no sembrar el odio en el corazón de sus nueve hijos! Y efectivamente, lo consiguió: cada hermano tiene sus ideas, muy divergentes, en todos los terrenos: en lo religioso, en lo filosófico, en lo cultural, en lo político; cada cual ha seguido su evolución. Pues bien, una de las pocas cosas en la que todos coincidimos es ésta: ni un segundo de odio, ni un pensamiento de rencor hacia “los que mataron al abuelo”.
      Pasados muchos años, supe bastante más, porque mi madre se vio en la necesidad de decirlo. Acercándome a los 50, tuve que ayudar a mi madre a redactar su declaración (jurada ante notario) para un proceso eclesiástico sobre su padre. Tan discreta había sido que yo ni siquiera sospechaba que mi abuelo había entregado la vida por Cristo y que, por tanto, podría algún día entrar en un proceso de canonización por martirio. Con mi pequeña intervención en este proceso me enteré de algunos detalles desagradables, que omito aquí. Pero no puedo omitir que mi abuela y mi madre encerraron esos detalles en su corazón durante muchos decenios, para protegernos a nosotros del odio. Pensé: ¡Dios mío, cuántas cosas ha sobrellevado en silencio! ¡Y durante cuánto tiempo!
      Con ocasión del proceso, nos explicó un poco más. Al poco de terminar la guerra, identificaron a los supuestos autores y le ofrecieron, a mi abuela, la oportunidad de personarse en el juicio por la muerte de su esposo. Ella no quiso. Mi madre me transmitió la razón, una razón que ella le vio poner en práctica después, permanentemente. La razón principal era no entrar, ni hacer entrar a sus hijas, en una espiral de odio, rencor y venganza.
      Y desde luego, puedo asegurar que mi madre aprendió bien la lección: mis hermanos y yo hemos crecido ajenos a lo ocurrido con el abuelo, bien protegidos de cualquier semilla de rencor que pudiera haber brotado en nuestros corazones infantiles, adolescentes, juveniles.
      Hay demasiada cultura de la acusación: demasiado recordar lo malos que han sido los otros. Tenemos que acabar con esa cultura, o al menos reducirla. No será posible acabar de golpe ni del todo. Pero debemos dirigirnos todos firmemente en esa dirección.
      Ante las beatificaciones y canonizaciones de mártires tengamos esto muy presente, y hagámoslo comprender a todos. La Iglesia no canoniza para recordar que unos han matado a otros, sino para recordar que unos hombres han entregado su vida por Cristo, y lo han hecho perdonando. De este modo nos enseñan el camino de la fe: camino de entrega y reconciliación.
Carlos Soler. Profesor de relaciones Iglesia-Estado en la Universidad de Navarra

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