Opiniones personales. Opiniones ajenas. Mafalda. Otros

viernes, 30 de enero de 2015

Historia prestada

Leonardo Da Vinci Afamado pintor e inventor de su época y por muchos considerada la mente más brillante que ha existido, nació el 15 de abril de 1452, en Anchiano, una aldea cerca de la ciudad de Vinci en el valle del Arno.
Una de sus Obras más conocidas Es “La Última Cena” donde el pintor plasmó según su imaginación el momento en que Jesús en el cenáculo revela a sus apóstoles que uno de ellos lo traicionaría.

Cuentan que Leonardo tardó más de veinte años en terminar tan afamada pintura, pues era muy exigente en escoger a los modelos que representarían ese acto solemne. Al primero que quiso plasmar en su pintura fue a Jesús Y tardó un tiempo en encontrar a la persona que reflejara en su rostro Virtud, Pureza, Bondad y los más bellos y nobles sentimientos. Así mismo debía poseer una extraordinaria belleza varonil. Y buscando afanosamente encontró a un joven con esas características, quien gustoso aceptó ser el modelo de tan prestigiado pintor.

Y así, fue localizando en los años siguientes a los 11 modelos que representarían a los apóstoles, y al final solo dejó pendiente a Judas Iscariote, pues no se había encontrado con el modelo que el creía adecuado. Leonardo tenía en mente que debía ser una persona de edad madura y mostrar en el rostro las huellas de la traición y la avaricia. Por lo que el cuadro quedo inconcluso por largo tiempo, pues no encontraba un rostro que reflejara tanta maldad.

Y escuchó hablar de un hombre que recientemente había sido apresado pues había cometido horrendos crimines, el cual se decía tenía la edad que Leonardo había imaginado para Judas Iscariote. El pintor pidió permiso a las autoridades de la ciudad Y fue a visitar a ese hombre que se decía era el engendro del mal.
Leonardo quedó impresionado y sin dudando un instante hizo los trámites necesarios para que a ese reo se le permitiera presentarse por las tardes en su estudio.

Por mucho tiempo el reo custodiado por varios guardias fue llevado ante Leonardo como había sido establecido, hasta que la obra fue terminada.
El pintor feliz por ver al fin concluida su obra pidió a los guardias que le permitieran al reo contemplar la pintura a la cual había servido de modelo. Y al verla, el reo cayó de rodillas llorando desconsoladamente. Leonardo sorprendido le preguntó: ¿Por qué lloras?

"Maestro Da Vinci, ¿Es que acaso no me recuerda?  "Da Vinci observándolo fijamente le contesta: "No, Yo nunca antes te había visto". Sollozando y pidiendo perdón a Dios, el reo le dijo:
"Maestro, yo soy aquel joven que hace 19 años usted escogió para representar a Jesús en este mismo cuadro"

La vida a veces nos lleva por caminos que van cambiando nuestra manera de ser. Son cambios que muchas veces se ven reflejados en nuestra apariencia exterior. Porque de la abundancia de nuestro corazón hablan nuestras obras, las cuales se verán también reflejadas en la mirada y en cada uno de nuestros gestos.
Procura ir almacenando solo lo bueno que te beneficia e ir desechando todo lo malo que te perjudica. Que la vida no te contamine sino al contrario, que te brinde el sustento para fortalecerte y elevarte sobre tu condición humana. Para que la Luz que hay en tu interior se vea reflejada en tus obras, palabras y pensamientos, como lo hizo Jesús, en aquel tiempo.
Dios se hizo hombre no solo para mostrarnos lo grande que es, sino también para que el hombre aprendiese a ser grande Imitando a su Maestro.




jueves, 29 de enero de 2015

El derecho de los padres a la educación de sus hijos (2)

Padres y escuelas
La escuela ha de ser vista en este contexto: como una institución destinada a colaborar con los padres en su labor educadora. Cobrar conciencia de esta realidad se hace más acuciante cuando consideramos que, en la actualidad, son numerosos los motivos que pueden llevar a los padres –a veces sin ser enteramente conscientes– a no comprender la amplitud de la maravillosa labor que les corresponde, renunciando en la práctica a su papel de educadores integrales.
La emergencia educativa, tantas veces evidenciada por Benedicto XVI, hunde sus raíces en esta desorientación: la educación se ha reducido a «la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras», y de este modo los jóvenes quedan «abandonados ante los grandes interrogantes que surgen inevitablemente en su interior», a merced de una sociedad y una cultura que ha hecho del relativismo su propio credo.
Frente a estos posibles inconvenientes, y como consecuencia de su derecho natural, los padres han de sentir que la escuela es, en cierto modo, una prolongación de su hogar: un instrumento de su propia tarea como padres y no sólo un lugar donde se proporciona a los hijos una serie de conocimientos.
Como primer requisito, el Estado debe salvaguardar la libertad de las familias, de modo que éstas puedan elegir con rectitud la escuela o los centros que juzguen más convenientes para la educación de sus hijos. Ciertamente, en su papel de tutelar el bien común, el Estado posee unos derechos y unos deberes sobre la educación: sobre ellos volveremos en un próximo artículo. Pero tal intervención no puede chocar con la legítima pretensión de los padres de educar a sus propios hijos en consonancia con los bienes que ellos sostienen y viven, y que consideran enriquecedores para su descendencia.
Como enseña el Concilio Vaticano II, el poder público –aunque sea por una cuestión de justicia distributiva– debe ofrecer los medios y las condiciones favorables para que los padres puedan «escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos». De ahí la importancia de que quienes trabajan en ambientes políticos o relacionados con la opinión pública busquen que tal derecho quede salvaguardado, y en la medida de lo posible se promueva.
El interés de los padres por la educación de los hijos se manifiesta en mil detalles. Independientemente de la institución en la que estudien los hijos, resulta natural interesarse por el ambiente existente y por los contenidos que se transmiten.
Se tutela así la libertad de los alumnos, el derecho a que no se deforme su personalidad y no se anulen sus aptitudes, el derecho a recibir una formación sana, sin que se abuse de su docilidad natural para imponerles opiniones o criterios humanos de parte; así se permite y fomenta que los chicos desarrollen un sano espíritu crítico, a la vez que se les muestra que el interés paterno en este ámbito va más allá de los resultados escolares.
Tan importante como esta comunicación entre los padres y los hijos es la que se da entre los padres y los profesores. Una clara consecuencia de entender la escuela como un instrumento más de la propia labor educadora, es colaborar activamente con las iniciativas o el ideario del colegio.
En este sentido, es importante participar en sus actividades: por fortuna, es cada vez más común que los colegios, independientemente de que sean de iniciativa pública o privada, organicen cada cierto tiempo jornadas de puertas abiertas, encuentros deportivos, o reuniones informativas de corte más académico. Especialmente en este último tipo de encuentros, conviene que acudan –si es posible– los dos cónyuges, aunque requiera cierto sacrificio de tiempo o de organización: de este modo, se transmite al hijo –sin necesidad de palabras– que ambos padres consideran la escuela un elemento relevante en la vida familiar.
En este contexto, implicarse en las asociaciones de padres –colaborando en la organización de eventos, haciendo propuestas positivas, o incluso participando en los órganos de gobierno– abre toda una serie de nuevas posibilidades educativas. Sin duda, desempeñar correctamente una función así requiere un notable espíritu de sacrificio: es necesario dedicar tiempo al trato con otras familias, conocer a los profesores, acudir a reuniones...
Sin embargo, estas dificultades se ven ampliamente compensadas –sobre todo, para el alma enamorada de Dios y ansiosa de servir– por la apertura de un campo apostólico cuya amplitud no se puede medir: aunque las reglamentaciones del colegio no permitan intervenir directamente en algunos aspectos de los programas educativos, se está en condiciones de implicar e impulsar a profesores y directivos para que la enseñanza transmita virtudes, bienes y belleza.
Los demás padres son las primeras personas que agradecen tal esfuerzo, y para ellos un padre implicado en la labor del colegio –ya sea porque tiene ese encargo, ya sea porque por propia iniciativa muestra su preocupación por el ambiente de la clase, etc.– se convierte en un punto de referencia: una persona a cuya experiencia acudir, o cuyo consejo buscar en la educación de los propios hijos.
Se abre así el camino a la amistad personal, y con ella a un apostolado que acaba beneficiando a todas las personas del ámbito educativo en el que se desenvuelven los hijos. 
J.A. Araña - C.J. Errázuriz


miércoles, 28 de enero de 2015

El derecho de los padres a la educación de sus hijos (1)

En la actual Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 26 señala el derecho de los padres a elegir la educación que prefieren para sus hijos y es más significativo aún el hecho de que los firmantes incluyan este principio entre los básicos que un Estado no puede negar o manipular.
Pertenece a la naturaleza humana que el hombre sea un ser intrínsecamente social y dependiente, dependencia que se muestra de modo más patente en los años de la infancia; pertenece al ser hombre que todos debamos recibir una educación, crecer en sociedad, adquirir una cultura y unos conocimientos.
Efectivamente, un hijo no es sólo una criatura arrojada al mundo: en la persona humana se da una estrecha relación entre procreación y educación, hasta el punto de que ésta se considera como una prolongación o complemento de la obra generativa. Todo hijo tiene derecho a la educación, necesaria para poder desarrollar sus capacidades; y a este derecho de los hijos corresponde el derecho-deber de los padres a educarlos.
 Manifestación del amor de Dios
Esta realidad se puede apreciar en la etimología de la palabra “educación”. El término educare significa primordialmente acción y efecto de alimentar o nutrir la prole. Alimento que, evidentemente, no es sólo material, sino que abarca también el cultivo de las facultades espirituales de los hijos: intelectuales y morales, que incluyen virtudes y normas de urbanidad.
Hijo y padre son, de modo respectivo, el educando y el educador natos, y cualquier otra especie de educación solamente lo es en un sentido análogo: la educación atañe a la persona en tanto que hijo o hija, es decir, en tanto que está en dependencia de sus padres.
Por eso, el derecho a la educación está fundamentado en la naturaleza humana y hunde sus raíces en realidades que son semejantes para todas las personas y, en último término, fundamentan la sociedad misma; por eso, los derechos a educar y ser educados no dependen de que estén recogidos o no en una norma positiva, ni son una concesión de la sociedad o del Estado. Son derechos primarios, en el sentido más fuerte que cupiera dar al término.
Así, el derecho de los padres a educar a sus hijos está en función de aquel que tienen los hijos a recibir una educación adecuada a su dignidad humana y a sus necesidades; es éste último el que fundamenta el primero. Los atentados contra el derecho de los padres constituyen, en definitiva, un atentado contra el derecho del hijo, que en justicia debe ser reconocido y promovido por la sociedad.
Sin embargo, que el derecho del hijo a ser educado sea más básico, no implica que los padres puedan renunciar a ser educadores, tal vez con el pretexto de que otras personas o instituciones puedan educar mejor. El hijo es, ante todo, hijo; y para su crecimiento y maduración resulta fundamental el ser acogido como tal en el seno de una familia.
Es la familia el lugar natural en el que las relaciones de amor, de servicio, de donación mutua que configuran la parte más íntima de la persona se descubren, valoran y aprenden. De ahí que, salvo casos de imposibilidad, toda persona debería ser educada en el seno de una familia por parte de sus padres, con la colaboración –en sus diversos papeles– de otras personas: hermanos, abuelos, tíos...
A la luz de la fe, la generación y la educación adquieren una dimensión nueva: el hijo está llamado a la unión con Dios, y aparece ante los padres como un regalo que es, a la vez, manifestación del propio amor conyugal.
Cuando nace un nuevo hijo, los padres reciben una nueva llamada divina: el Señor espera de ellos que lo eduquen en la libertad y en el amor, que lo lleven poco a poco hacia Él. Espera que el hijo encuentre, en el amor y la atención que recibe de sus padres, un reflejo del amor y la atención que Dios mismo le dedica. De ahí que, para un padre cristiano, el derecho y deber de educar a un hijo sea irrenunciable por motivos que van más allá de un cierto sentido de la responsabilidad: es irrenunciable también porque forma parte de su respeto a la llamada divina recibida con el bautismo.
Ahora bien, si la educación es una actividad primordialmente paterna y materna, cualquier otro agente educativo lo es por delegación de los padres y subordinado a ellos. «Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad».
Lógicamente, es legítimo que los padres busquen ayudas para educar a sus hijos: la adquisición de competencias culturales o técnicas, la relación con personas más allá del ámbito familiar, etc., son elementos necesarios para un correcto crecimiento de la persona, que los padres –por sí solos– no pueden atender adecuadamente. De ahí que «cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo»: tales ayudas son buscadas por los padres, que en ningún momento pierden de vista lo que esperan de ellas, y están atentos para que respondan a sus intenciones y expectativas.



martes, 27 de enero de 2015

REFLEXIÓN

El SILENCIO

(El autor de este mensaje es el Dr.Emanuel Tanay, nacido en 1928, judío sobreviviente del Holocausto, y conocido y muy respetado psiquiatra forense radicado en los EUA). 

Un hombre, cuya familia pertenecía a la aristocracia alemana antes de la Segunda Guerra Mundial, fue propietario de una serie de grandes industrias y haciendas.  Cuando se le preguntó ¿cuántos de los alemanes eran realmente nazis?, la respuesta que dio puede guiar nuestra actitud hacia el fanatismo

"Muy pocas personas eran nazis en verdad" dijo, "pero muchos disfrutaban de la devolución del orgullo alemán, y muchos más estaban demasiado ocupados para preocuparse. Yo era uno de los que sólo pensaba que los nazis eran un montón de tontos.
Así, la mayoría simplemente se sentó a dejar que todo sucediera. Luego, antes de que nos diéramos cuenta, los nazis eran dueños de nosotros, se había perdido el control y el fin del mundo había llegado. Mi familia perdió todo. Terminé en un campo de concentración y los Aliados destruyeron mis fábricas...
Se nos dice que la gran mayoría de los musulmanes sólo quieren vivir en paz.  El hecho es que los fanáticos dominan el Islam, tanto en este momento como en la historia.  Son los fanáticos los que marchan. Se trata de los fanáticos los que producen guerras. Se trata de los fanáticos los que sistemáticamente masacran cristianos o grupos tribales en África y se van adueñando gradualmente de todo el continente en una ola islámica. Estos fanáticos son los que ponen bombas, decapitan, asesinan. Son los fanáticos los que toman mezquita tras mezquita.
Se trata de los fanáticos los que celosamente difunden la lapidación y la horca de las víctimas de violación y los homosexuales.
Se trata de los fanáticos los que enseñan a sus jóvenes a matar y a convertirse en terroristas suicidas.
El hecho cuantificable y duro es que la mayoría pacífica, la "mayoría silenciosa" es intimidada e imperceptible.
La Rusia comunista estaba compuesta de los rusos, que sólo querían vivir en paz. Sin embargo, los comunistas rusos fueron responsables por el asesinato de cerca de 50 millones de personas.  La mayoría pacífica era irrelevante
La enorme población de China era también pacífica, pero los comunistas chinos lograron matar la asombrosa cifra de 70 millones de personas.
El individuo japonés medio antes de la Segunda Guerra Mundial no era un belicista sádico.  Sin embargo, Japón asesinó y masacró, en su camino hacia el sur de Asia Oriental, en una orgía de muerte que incluyó el asesinato sistemático, a 12 millones de civiles chinos, la mayoría muertos por espada, pala y bayoneta.
Y, ¿quién puede olvidar Ruanda, que se derrumbó en una carnicería?... ¿Podría no ser dicho que la mayoría de los ruandeses eran amantes de la paz?
Las lecciones de la historia son con frecuencia increíblemente simples y contundentes. Sin embargo, a pesar de todos nuestros poderes de la razón, muchas veces perdemos el más básico y sencillo de los puntos:
Los musulmanes amantes de la paz se han hecho irrelevantes por su silencio. Los musulmanes amantes de la paz se convertirán en nuestro enemigo si no se pronuncian, porque al igual que mi amigo de Alemania, se despertarán un día y encontrarán que los fanáticos los poseen, y el fin de su mundo habrá comenzado.

Los alemanes, amantes de la paz, japoneses, chinos, rusos, ruandeses, serbios, afganos, iraquíes, palestinos, somalíes, nigerianos, argelinos, y muchos otros han muerto a causa de que la mayoría pacífica no se pronunció hasta que fue demasiado tarde.

En cuanto a nosotros, que somos espectadores ante los eventos en desarrollo, debemos prestar atención al único grupo que cuenta: los fanáticos que amenazan nuestra forma de vida.