Opiniones personales. Opiniones ajenas. Mafalda. Otros

sábado, 23 de febrero de 2013

Chascarrillo pedagógico


Una mujer salió de su casa y vio a tres viejos de largas barbas sentados frente a su jardín. Ella no los conocía y les dijo:
—No creo conocerlos, pero deben tener hambre. Por favor entren a mi casa para que coman algo.
Ellos preguntaron: — ¿Está el hombre de la casa?
—No, respondió ella, no está.
—Entonces no podemos entrar, dijeron ellos.
Al atardecer, cuando el marido llegó, ella le contó lo sucedido.
— ¡Entonces diles que ya llegué, invítalos a pasar!
La mujer salió a invitar a los hombres a pasar a su casa.
—No podemos entrar a una casa los tres juntos, explicaron los viejitos.
— ¿Por qué?, quiso saber ella.
Uno de los hombres apuntó hacia otro de sus amigos y explicó:
—Su nombre es Riqueza. Luego indicó hacia el otro:
—Su nombre es Éxito y yo me llamo Amor. Ahora ve adentro y decide con tu marido a cuál de nosotros tres desean invitar a vuestra casa.
La mujer entró a su casa y le contó a su marido lo que ellos le dijeron. El hombre se puso feliz:
— ¡Qué bueno! Y ya que así es el asunto entonces invitemos a Riqueza, que entre y llene nuestra casa.
Su esposa no estuvo de acuerdo: — Querido, ¿por qué no invitamos a Éxito?
La hija del matrimonio estaba escuchando desde la otra esquina de la casa y vino corriendo:
— ¿No sería mejor invitar a Amor? Nuestro hogar estaría entonces lleno de amor.
— Hagamos caso del consejo de nuestra hija, dijo el esposo a su mujer. Ve afuera e invita a Amor a que sea nuestro huésped.
La esposa salió y les preguntó:
— ¿Cuál de ustedes es Amor? Por favor que venga y que sea nuestro invitado.
Amor se puso de pie y comenzó a caminar hacia la casa. Los otros dos también se levantaron y le siguieron. Sorprendida, la dama les preguntó a Riqueza y a Éxito:
— Yo invité sólo a Amor, ¿por qué Uds. también vienen?
Los viejos respondieron juntos:

—Si hubieras invitado a Riqueza o a Éxito los otros dos habrían permanecido afuera, pero ya que invitaste a Amor, donde vaya él, nosotros vamos con él. Donde quiera que hay amor, hay también riqueza y éxito.

 

viernes, 22 de febrero de 2013

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En cierta ocasión un reportero le preguntó a un agricultor si podía divulgar el secreto de su maíz, que ganaba el concurso al mejor producto, año tras año. El agricultor confesó que se debía a que compartía su semilla con los vecinos.

—"¿Por qué comparte su mejor semilla de maíz con sus vecinos, si usted también entra al mismo concurso año tras año?" preguntó el reportero.

—"Verá usted, señor," dijo el agricultor. "El viento lleva el polen del maíz maduro, de un sembrado a otro. Si mis vecinos cultivaran un maíz de calidad inferior, la polinización cruzada degradaría constantemente la calidad del mío. Si voy a sembrar buen maíz debo ayudar a que mi vecino también lo haga".

Lo mismo pasa con otras situaciones de nuestra vida. Quienes quieran lograr el éxito deben ayudar a que sus vecinos también tengan éxito. Quienes decidan vivir bien, deben ayudar a que los demás vivan bien, porque el valor de una vida se mide por las vidas que toca. Y quienes optan por ser felices, deben ayudar a que otros encuentren la felicidad, porque el bienestar de cada uno se halla unido al bienestar de todos.

 

 

jueves, 21 de febrero de 2013

Transmitir la fe (VI y último)


Ayudarles a encontrar su camino

      Pero sobre todo, educar en este campo es poner los medios para que los hijos conviertan su entera existencia en un acto de adoración a Dios. Como enseña el Concilio, «la criatura sin el Creador desaparece»[12]: en la adoración encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza…[13]. Promover esta actitud pasa necesariamente por que los chicos descubran en primera persona la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde que son pequeños, propiciando que aprendan a hablar personalmente con Él. ¿No es acaso hacer oración con los hijos contarles cosas de Jesús y sus amigos, o entrar con ellos en las escenas del Evangelio, a raíz de algún incidente cotidiano?
      En el fondo, fomentar la piedad en los niños quiere decir facilitar que pongan el corazón en Jesús, que le expliquen los sucesos buenos y los malos; que escuchen la voz de la conciencia, en la que Dios mismo revela su voluntad, y que intenten ponerla en práctica. Los niños adquieren estos hábitos casi como por ósmosis, viendo cómo sus padres tratan al Señor, o lo tienen presente en su día a día. Pues la fe, más que con contenidos o deberes, tiene que ver en primer término con una persona, a la que asentimos sin reservas: nos confiamos. Si se pretende mostrar cómo una Vida –la de Jesús– cambia la existencia del hombre, implicando todas las facultades de la persona, es lógico que los hijos noten que, en primer lugar, nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores de la fe en Jesucristo implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión a su Persona[14]. Ser un buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha por ser santo: los hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar imitarlo.

      Los buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean felices en todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo; es lógico, por tanto, que deseen también que no se queden en la mediocridad espiritual. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada uno. El mejor servicio que se puede prestar a una persona –a un hijo de modo muy especial– es apoyarla para que responda plenamente a su vocación cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él. Porque no se trata de una cuestión accesoria, de la que depende sólo un poco más de felicidad, sino que afecta al resultado global de su vida.

      Descubrir cómo se concreta la propia llamada a la santidad es hallar la piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe[15]: es el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de sentido a la existencia entera. La biografía de un hombre será distinta según la generosidad con que afronte las distintas opciones que Dios le presentará: pero, en todo caso, la felicidad propia y la de muchas otras personas dependerá de esas respuestas.
Vocación de los hijos, vocación de los padres

      La fe es por naturaleza un acto libre, que no se puede imponer, ni siquiera indirectamente, mediante argumentos “irrefutables”: creer es un don que hunde sus raíces en el misterio de la gracia de Dios y la libre correspondencia humana. Por eso, es natural que los padres cristianos recen por sus hijos, pidiendo que la semilla de la fe que están sembrando en sus almas fructifique; con frecuencia, el Espíritu Santo se servirá de ese afán para suscitar, en el seno de las familias cristianas, vocaciones de muy diverso tipo, para el bien de la Iglesia.
      Sin duda, la llamada del hijo puede suponer para los padres la entrega de planes y proyectos muy queridos. Pero eso no es un simple imprevisto, pues forma parte de la maravillosa vocación a la maternidad y a la paternidad. Podría decirse que la llamada divina es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y, a veces, puede ser mayor el mérito de estos últimos, elegidos por Dios para entregar lo que más quieren, y hacerlo con alegría.

      La vocación de un hijo se convierte así en un motivo de santo orgullo[16], que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así lo explicaba el Beato Juan Pablo II: «Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad»[17].
      Las decisiones de entrega a Dios germinan en el seno de una educación cristiana: se podría decir que son como su culmen. La familia se convierte así, gracias a la solicitud de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica[18], donde el Espíritu Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea educadora de los padres trasciende la felicidad de los hijos, y llega a ser fuente de vida divina en ambientes hasta entonces ajenos a Cristo.

Alfonso Aguiló

miércoles, 20 de febrero de 2013

Transmitir la fe V


De profesión, padre
Explica Benedicto XVI que los más jóvenes, «desde que son pequeños, tienen necesidad de Dios y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal. Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más tierna»[9]. Lograr en los hijos la unidad entre lo que se cree y lo que se vive es un desafío que debe afrontarse evitando la improvisación, y con cierta mentalidad profesional. La educación en la fe debe ser equilibrada y sistemática. Se trata de transmitir un mensaje de salvación, que afecta a toda la persona, y que debe arraigar en la cabeza y el corazón de quien lo recibe: y esto, entre aquellos a quienes más queremos. Está en juego la amistad que los hijos tengan con Jesucristo, tarea que merece los mejores esfuerzos. Dios cuenta con nuestro interés por hacerles asequible la doctrina, para darles su gracia y asentarse en sus almas; por eso, el modo de comunicar no es algo añadido o secundario a la transmisión de la fe, sino que pertenece a su misma dinámica.

      Para ser un buen médico no es suficiente atender a unos pacientes: hay que estudiar, leer, reflexionar, preguntar, investigar, asistir a congresos. Para ser padres, hay que dedicar tiempo a examinarse sobre cómo mejorar en la propia labor educadora. En nuestra vida familiar saber es importante, el saber hacer es indispensable y el querer hacer es determinante. Puede no ser fácil, pero no cabe auto-engañarse excusándose en las otras tareas que tenemos: conviene siempre sacar unos minutos al día, o unas horas en periodos de vacaciones, para dedicarlos a la propia formación pedagógica.
No faltan recursos que pueden ayudar a este perfeccionamiento: abundan los libros, vídeos y portales de internet bien orientados en los que los padres encontrarán ideas para educar mejor. Además, son especialmente eficaces los cursos de Orientación Familiar, que no sólo transmiten un conocimiento, o unas técnicas, sino que ayudan a recorrer el camino de la educación de los hijos y el de la mejora personal, matrimonial y familiar. Conocer con más claridad las características propias de la edad de los hijos, así como el ambiente en el que se mueven sus coetáneos, forma parte del interés normal por saber qué piensan, qué les mueve, qué les interpela. En definitiva, permite conocerlos, y eso facilita educarlos de un modo más consciente y responsable.

Mostrar la belleza de la fe
Lograr que los hijos interioricen la fe requiere aprovechar las diferentes situaciones de modo que adviertan la consonancia entre las razones humanas y las sobrenaturales. Los padres y educadores deben, sí, proponer metas, pero mostrando la belleza de la virtud y de una existencia cristiana plena. Conviene, pues, abrir horizontes, sin limitarse a señalar lo que está prohibido o es obligatorio. Si no fuera así, podríamos inducir a pensar que la fe es una dura y fría normativa que coarta, o un código de pecados e imposiciones; nuestros hijos acabarían fijándose sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es suave”[10]. Por el contrario, en la educación debe estar muy presente que los mandamientos del Señor vigorizan a la persona, la aúpan a un desarrollo más pleno: no son insensibles negaciones, sino propuestas de acción para proteger y fomentar la vida, la confianza, la paz en las relaciones familiares y sociales. Es intentar imitar a Jesús en el camino de las bienaventuranzas.

      Sería, por eso, un error asociar “motivos sobrenaturales” al cumplimiento de encargos, o de tareas, o de “obligaciones” que les resultan costosas. No es bueno, por ejemplo, abusar del recurso de pedir al niño que se tome la sopa como un sacrificio para el Señor: dependiendo de su vida de piedad y de su edad, puede resultar conveniente, pero hay que buscar otros motivos que le muevan. Dios no puede ser el “antagonista” de los caprichos; más bien hay que intentar que no tengan caprichos, y lleguen a estar en condiciones de alcanzar una vida feliz, desasida, guiada por el amor a Dios y a los demás.
La familia cristiana transmite la belleza de la fe y del amor a Cristo, cuando se vive en armonía familiar por caridad, sabiendo sonreír y olvidarse de las propias preocupaciones para atender a los demás, a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria[11].

Una vida orientada por el olvido propio es, en sí misma, un ideal atractivo para una persona joven. Somos los educadores los que a veces no nos lo creemos del todo, tal vez porque aún nos queda mucho que caminar. El secreto está en relacionar los objetivos de la educación con motivos que nuestros interlocutores entiendan y valoren: ayudar a los amigos, ser útiles o valientes… Cada chico tendrá sus propias inquietudes, que haremos aparecer cuando se planteen por qué vivir la castidad, la templanza, la laboriosidad, el desprendimiento; por qué ser prudentes con internet, o por qué no conviene que pasen horas y horas ante los videojuegos. Así, el mensaje cristiano será percibido en su racionalidad y en su hermosura. Los hijos descubrirán a Dios no como un “instrumento” con el que los padres logran pequeñas metas domésticas, sino como quien es: el Padre que nos ama por encima de todas las cosas, y a quien hemos de querer y adorar; el Creador del universo, al que debemos nuestra existencia; el Maestro bueno, el Amigo que nunca defrauda, y al que no queremos ni podemos decepcionar.

martes, 19 de febrero de 2013

Transmitir la fe IV


Diversos ámbitos de atención
      Podrían señalarse diversos aspectos que tienen gran importancia para transmitir la fe. Uno primero es quizá la vida de piedad en la familia, la cercanía a Dios en la oración y los sacramentos. Cuando los padres no la “esconden” –a veces involuntariamente– ese trato con Dios se manifiesta en acciones que lo hacen presente en la familia, de un modo natural y que respeta la autonomía de los hijos. Bendecir la mesa, o rezar con los hijos pequeños las oraciones de la mañana o la noche, o enseñarles a recurrir a los Ángeles Custodios o a tener detalles de cariño con la Virgen, son modos concretos de favorecer la virtud de la piedad en los niños, tantas veces dándoles recursos que les acompañarán toda la vida.

      Otro medio es la doctrina: una piedad sin doctrina es muy vulnerable ante el acoso intelectual que sufren o sufrirán los hijos a lo largo de su vida; necesitan una formación apologética profunda y, al mismo tiempo, práctica.
      Lógicamente, también en este campo es importante saber respetar las peculiaridades propias de cada edad. Muchas veces, hablar sobre un tema de actualidad o un libro podrá ser una ocasión de enseñar la doctrina a los hijos mayores (esto, cuando no sean ellos mismos los que se dirijan a nosotros para preguntarnos).

      Con los pequeños, la formación catequética que pueden recibir en la parroquia o en la escuela es una ocasión ideal. Repasar con ellos las lecciones que han recibido o enseñarles de un modo sugerente aspectos del catecismo que tal vez se han omitido, hacen que los niños entiendan la importancia del estudio de la doctrina de Jesús, gracias al cariño que muestran los padres por ella.
      Otro aspecto relevante es la educación en las virtudes, porque si hay piedad y hay doctrina, pero poca virtud, esos chicos o chicas acabarán pensando y sintiendo como viven, no como les dicte la razón iluminada por la fe, o la fe asumida porque pensada. Formar las virtudes requiere resaltar la importancia de la exigencia personal, del empeño en el trabajo, de la generosidad y de la templanza.

      Educar en esos bienes impulsa al hombre por encima de las apetencias materiales; le hace más lúcido, más apto para entender las realidades del espíritu. Quienes educan a sus hijos con poca exigencia –nunca les dicen que “no” a nada y buscan satisfacer todos sus deseos–, ciegan con eso las puertas del espíritu.
      Es una condescendencia que puede nacer del cariño, pero también del querer ahorrarse el esfuerzo que supone educar mejor, poner límites a los apetitos, enseñar a obedecer o a esperar. Y como la dinámica del consumismo es de por sí insaciable, caer en ese error lleva a las personas a estilos de vida caprichosos y antojadizos, y les introducen en una espiral de búsqueda de comodidad que supone siempre un déficit de virtudes humanas y de interés por los asuntos de los demás.

      Crecer en un mundo en el que todos los caprichos se cumplen es un pesado lastre para la vida espiritual, que incapacita al alma –casi en la raíz– para la donación y el compromiso.
      Otro aspecto que conviene considerar es el ambiente, pues tiene una gran fuerza de persuasión. Todos conocemos chicos educados en la piedad que se han visto arrastrados por un ambiente que no estaban preparados para superar. Por eso, es preciso estar pendientes de dónde se educan los hijos, y crear o buscar entornos que faciliten el crecimiento de la fe y de la virtud. Es algo parecido a lo que sucede en un jardín: nosotros no hacemos crecer a las plantas, pero sí podemos proporcionar los medios –abono, agua, etc.– y el clima adecuados para que crezcan.

      Como aconsejaba san Josemaría a unos padres: "procurad darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de vuestra madurez y de vuestra vejez"[5].
      Cuando se busca educar en la fe, no cabe separar la semilla de la doctrina de la semilla de la piedad[6]: es preciso unir el conocimiento con la virtud, la inteligencia con los afectos. En este campo, más que en muchos otros, los padres y educadores deben velar por el crecimiento armónico de los hijos. No bastan unas cuantas prácticas de piedad con un barniz de doctrina, ni una doctrina que no fortalezca la convicción de dar el culto debido a Dios, de tratarle, de vivir las exigencias del mensaje cristiano, de hacer apostolado. Es preciso que la doctrina se haga vida, que se resuelva en determinaciones, que no sea algo desligado del día a día, que desemboque en el compromiso, que lleve a amar a Cristo y a los demás.

      Elemento insustituible de la educación es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres: rezar con los hijos (al levantarse, al acostarse, al bendecir las comidas); dar la importancia debida al papel de la fe en el hogar (previendo la participación en la Santa Misa durante las vacaciones o buscando lugares adecuados –que no sean dispersivos– para veranear); enseñar de forma natural a defender y transmitir su fe, a difundir el amor a Jesús. «Así, los padres calan profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar[7]».
      Es necesario dedicar tiempo a los hijos: el tiempo es vida[8], y la vida –la de Cristo que vive en el cristiano– es lo mejor que se les puede dar. Pasear, organizar excursiones, hablar de sus preocupaciones, de sus conflictos: en la transmisión de la fe, es preciso, sobre todo, “estar y rezar”; y si nos equivocamos, pedir perdón. Por otro lado, los hijos también han de experimentar el perdón, que les lleva a sentir que el amor que se les tiene es incondicional

lunes, 18 de febrero de 2013

Transmitir la fe III


El misterio de la libertad
      Cuando está por medio la libertad personal, no siempre las personas hacen lo que más les conviene, o lo que parecería previsible en virtud de los medios que hemos puesto. A veces las cosas se hacen bien pero salen mal –al menos, aparentemente–, y sirve de poco culpabilizarse –o echar la culpa a otros– de esos resultados.

      Lo más sensato es pensar cómo educar cada vez mejor, y cómo ayudar a otros a hacer lo mismo; no hay, en este ámbito, fórmulas mágicas. Cada uno tiene un modo propio de ser, que le lleva a explicar y plantear las cosas de un modo diverso; y lo mismo puede decirse de los educandos que, aunque vivan en un ambiente semejante, poseen intereses y sensibilidades diversas.
      Tal variedad no es, sin embargo, un obstáculo. Más aún, amplia los horizontes educativos: por una parte, posibilita que la educación se encuadre, realmente, dentro de una relación única, ajena a estereotipos; por otra, la relación con los temperamentos y caracteres de los diversos hijos favorece la pluralidad de situaciones educativas.

      Por eso, si bien el camino de la fe de es el más personal que existe –pues hace referencia a lo más íntimo de la persona, su relación con Dios–, podemos ayudar a recorrerlo: eso es la educación. Si consideramos despacio en nuestra oración personal el modo de ser de cada persona, Dios nos dará luces para acertar.
      Transmitir la fe no es tanto una cuestión de estrategia o de programación, como de facilitar que cada uno descubra el designio de Dios para su vida. Ayudarle a que vea por sí mismo que debe mejorar, y en qué, porque nosotros propiamente no cambiamos a nadie: cambian ellos porque quieren

domingo, 17 de febrero de 2013

Transmitir la fe II


Ambiente de confianza y amistad
      Por otra parte, vemos que muchos chicos y chicas –sobre todo, en la juventud y adolescencia– acaban flaqueando en la fe que han recibido cuando sufren algún tipo de prueba. El origen de estas crisis puede ser muy diverso –la presión de un ambiente paganizado, unos amigos que ridiculizan las convicciones religiosas, un profesor que da sus lecciones desde una perspectiva atea o que pone a Dios entre paréntesis–, pero estas crisis cobran fuerza sólo cuando quienes las sufren no aciertan a plantear a las personas adecuadas lo que les pasa.

      Es importante facilitar la confianza con los hijos, y que éstos encuentren siempre disponibles a sus padres para dedicarles tiempo. Los chicos –aun los que parecen más díscolos y despegados– desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar[3]. No hay que esperar a la adolescencia para poner en práctica estos consejos: se puede propiciar desde edades muy tempranas.
      Hablar con los hijos es de las cosas más gratas que existen, y la puerta más directa para entablar una profunda amistad con ellos. Cuando una persona adquiere confianza con otra, se establece un puente de mutua satisfacción, y pocas veces desaprovechará la oportunidad de conversar sobre sus inquietudes y sus sentimientos; que es, por otra parte, una manera de conocerse mejor a uno mismo. Aunque hay edades más difíciles que otras para lograr esa cercanía, los padres no deben cejar en su ilusión por llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable[4].

      En ese ambiente de amistad, los hijos oyen hablar de Dios de un modo grato y atrayente. Todo esto requiere que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos, y un tiempo que sea “de calidad”: el hijo debe percibir que sus cosas nos interesan más que el resto de nuestras ocupaciones. Esto implica acciones concretas, que las circunstancias no pueden llevar a omitir o retrasar una y otra vez: apagar la televisión o el ordenador –o dejar, claramente, de prestarle atención– cuando la chica o el chico pregunta por nosotros y se nota que quiere hablar; recortar la dedicación al trabajo; buscar formas de recreo y entretenimiento que faciliten la conversación y vida familiar, etc.