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viernes, 5 de diciembre de 2014

Más historias

El cardenal Slipyj y los soviéticos en Ucrania
El intento de separar a los católicos de la obediencia a Roma fue la obsesión de los comunistas. Tras la invasión de Ucrania en 1944, los rusos intentaron que ortodoxos y católicos se unieran al Patriarcado de Moscú, a los que el cardenal Slipyj, metropolita de Lvov (Ucrania), se negó en redondo.

Fue arrestado el 12 de abril de 1945; tras el juicio, celebrado esa misma noche, fue condenado a ocho años de trabajos forzosos y deportado al gulag de Maryjinsk, a la altura del círculo polar ártico, y de allí fue enviado a otros campos, en todos los cuales asistió a las necesidades espirituales de sus fieles y celebró numerosos bautizos.

Por su actividad pastoral en prisión fue condenado nuevamente, esta vez por tiempo indefinido; y luego otra vez más, por utilizar penicilina para curarse de una afección pulmonar.

Moscú trató por todos los medios de vencer la fidelidad de Slipyj a Roma, pero no lo consiguió. Al otro lado del Telón de Acero, Juan XXIII intentó la vía diplomática para obtener su liberación, hasta el punto de que su caso fue tratado en conversaciones de Kruschev y Kennedy.

Finalmente, en 1963, después de 18 años en prisión, el cardenal Silpyj fue liberado y obligado a exiliarse.
Al llegar a Roma fue recibido por Juan XXIII. Cuando el Papa bueno trató de abrazarlo, Slipyj se arrodilló ante él y le besó los pies: un signo de la fidelidad al Papa y a la Iglesia católica en la que había vivido durante toda su reclusión.

Los cardenales Hossu y Todea en la cárcel rumana
La obsesión de Stalin de prohibir la Iglesia católica en Ucrania fue copiada por varios países de la órbita comunista. En Rumanía, el régimen emitió un decreto en el que extinguía la Iglesia católica y la incorporaba a la Iglesia ortodoxa rumana.

Numerosos sacerdotes fueron arrestados por permanecer fieles a Roma, acusados de actividades antidemocráticas, entre ellos el cardenal Iuliu Hossu, que pasó dieciséis años encarcelado.
Cuando le ofrecieron abandonar el país y marcharse al exilio, respondió: «Yo me quedo aquí, en mi país, para compartir el destino de mis hermanos, de mis sacerdotes y de mis fieles. No les puedo abandonar».

Pasó por diversas cárceles y luego fue confinado en su casa bajo arresto domiciliario. En 1970, en un hospital de Bucarest, se despedía así del cardenal Todea, quien le sucedió al frente de la Iglesia católica en Rumanía: «Mi lucha ha terminado, comienza la suya».

El cardenal Alexandru Todea fue ordenado obispo clandestinamente en 1950, y sólo un año después fue arrestado y condenado a prisión.

Contaba con humor cómo, en una ocasión, compartió una celda con cinco obispos y otros ocho sacerdotes, y le nombraron jefe de la brigada de limpieza del baño.

Pero, en realidad, su paso por la cárcel fue muy duro; le acusaban de ser un siervo del Vaticano y enemigo del comunismo, una amenaza para la felicidad del pueblo.

En 1964, una política más aperturista de Bucarest, por motivos de necesidad económica, obligó al régimen a limpiar un poco su imagen de cara al exterior. Todea fue liberado, pero se le prohibió ejercer su ministerio, algo que el cardenal ignoró por completo, y desde la clandestinidad trabajó por levantar la Iglesia católica en Rumanía.

Sus esfuerzos se vieron especialmente reconocidos con ocasión de la histórica visita del Papa Juan Pablo II a Rumanía en 1999; el cardenal Todea, ya muy enfermo, estaba sentado en su silla de ruedas y el Papa se acercó a él para abrazarlo al final de la misa. Todea se echó a llorar y todos los fieles reunidos en la catedral estallaron en un largo y emocionante aplauso.


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