Opiniones personales. Opiniones ajenas. Mafalda. Otros

sábado, 18 de octubre de 2014

Historieta real

 Pagó la última ronda de unas cervezas que le habían sentado
divinamente después de una intensa semana de trabajo, se lo habían
pasado bomba despotricando del viaje del Papa, de la hipocresía de la
Iglesia, de todo lo que les pedía el anticlericalismo que los unía como
la amistad que se profesaban y que les servía para estar colocados en
la misma empresa pública de la Junta.

     Se fue a casa para comer algo antes de echarse una buena
siesta, pero de camino se encontró con un olor que lo llevó
directamente hasta el paraíso efímero de su infancia. Un olor a cocido,
a caldo humeante, el aroma que lo recibía cuando llegaba a su casa
después del colegio, con su madre atareada en la humilde cocina donde
la olla hervía sin cesar.

     Entró en un local que le pareció un restaurante modesto, pero
con encanto; iba distraído pensando en el Informe  Técnico sobre
Prevención de Riesgos Psicosociales de las Personas Expuestas a
Situaciones de Disrupción Económica Familiar que le habían encargado en
la empresa pública donde trabaja. En realidad, no era un restaurante;
sino un autoservicio frecuentado por gente de toda condición. Había
personas ataviadas a la antigua usanza, junto a individuos solitarios
que vestían según las normas alternativas del arte povera.

     De pronto abrió los ojos y se quedó pasmado al comprobar que,
quien le servía la comida en la bandeja, era una monja. Aquello era un
comedor social y se vio rodeado de eso que nunca se nombra en los
informes ni en los dosieres que prepara: pobres.

     Quiso retirarse; pero la monja no lo dejó. Le sonrió y le dijo
que no se preocupara, que la primera vez es la más complicada, que no
debía avergonzarse de nada, que el cocido estaba buenísimo y que, de
segundo, había filete empanado; que no se perdiera las vitaminas de la
ensalada ni de la fruta, y que podía rematar la comida con un helado de
los que había regalado una fábrica cuyo nombre obvió. Se vio sentado a
una mesa donde un matrimonio mayor, y bien vestido, comía en silencio,
sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con barba
descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le contaba su
vida; había perdido el trabajo, el banco se había quedado con su casa,
después del divorcio no sabía a dónde ir; menos mal que las monjas le
daban comida y ropa, y que dormía en el albergue bajo techo. Al final,
he tenido suerte en la vida, compañero; así que no te agobies, que de
todo se sale...

     No podía creer lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido
nada por darle de comer, ni le habían preguntado por sus creencias. Se
limitaban a darle de comer al hambriento, sin adjetivos.

     Al salir, no le dio las gracias a la monja que le había dado de
comer. Pero no fue por mala educación, sino porque no podía articular
palabra. Una inclinación de cabeza. Ella le contestó con una sonrisa
leve.

Vuelve cuando lo necesites y, si no estoy, di que vienes de parte
mía. Me llamo Esperanza.

Pregunta:

¿Hay algún comedor social regido por ateos o por los sindicatos?

"Los hombres no valen por lo que tienen, ni siquiera por lo que son,
valen por lo que dan".



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