Si
meditáramos con frecuencia en la omnipotencia divina reflejada en la
creación del mundo y en todas las intervenciones de Dios a lo largo
de la Historia Santa, quedaríamos admirados de las maravillas
obradas por Dios con el antiguo Israel y con nosotros, el nuevo
Israel, testigo de su encarnación, de su predicación y milagros, de
su pasión, muerte, resurrección y envío del Espíritu Santo, que
ha sido derramado en nuestros corazones.
Dentro
de todas las maravillas obradas por Dios en la vida de la Iglesia y
en nuestra propia vida, no es menor la misericordia que Él derrocha
con nosotros cuando pecamos y perdona nuestras faltas si arrepentidos
las confesamos humildemente en el hermosísimo sacramento de la
penitencia, con la conciencia de que Dios nos perdona plenamente y
hasta el fondo. Cuando entre nosotros nos perdonamos, queda siempre
un poso de resentimiento. Dios nuestro Señor, sin embargo, nos
perdona del todo, sin llevar cuentas del mal, si humildemente
confesamos nuestros pecados a la Iglesia, después de un sincero
examen de conciencia, con dolor de corazón y propósito de la
enmienda.
Para
nadie es un secreto que desde hace años el sacramento de la
penitencia está atravesando una profunda crisis. En ella, a los
sacerdotes nos cabe una gran responsabilidad, pues muchos de nosotros
hemos abdicado de una obligación principalísima, estar disponibles
para oír confesiones, dando a conocer a los fieles horarios
generosos en los que estamos disponibles para servirles el perdón de
Dios. En ocasiones hemos recurrido abusivamente a las celebraciones
comunitarias de la penitencia, con absolución general y sin
manifestación expresa e individual de los pecados, que son inválidas
y un desprecio palmario de las normas de la Iglesia, recordadas
reiteradamente por los Papas en los últimos años.
Otra
de las causas de la crisis de este bellísimo sacramente es la
pérdida del sentido del pecado, denunciada ya en el año 1943 por el
papa Pío XII en la Encíclica Mystici Corporis. Hoy no es
difícil encontrar personas que dicen que no se confiesan porque no
tienen pecados. Tal vez por ello son infinitamente más los que
comulgan que los que confiesan. Sin embargo, no hay verdad más clara
en la Palabra de Dios que ésta: Todos somos pecadores. En el Cuerpo
Místico de Cristo que es la Iglesia, sólo la Santísima Virgen está
liberada de entonar cada día el «Yo confieso». Todos los
demás somos pecadores. La Iglesia es una triste comunidad de
pecadores, pues como nos dice el apóstol Santiago, «en muchas
cosas erramos todos» (Sant 3,2). San Juan por su parte nos dice
que «si decimos que no hemos pecado nos engañamos a nosotros
mismos y no somos sinceros» (1 Jn 1,8).
Una
tercera causa de la depreciación del sacramento del perdón en
nuestros días es la exaltación del individuo que impide reconocer
la necesidad de la mediación institucional de la Iglesia en el
perdón de los pecados. Por ello, muchos cristianos dicen que no
necesitan del sacramento y del sacerdote, porque se confiesan
directamente con Dios. Esta postura, de claro matiz protestante,
ignora la voluntad expresa de Jesús resucitado, que en la misma
tarde de Pascua instituye este sacramento como remedio precioso para
la remisión de los pecados (cf. Jn 20, 23) y para el crecimiento en
el amor a Dios y a los hermanos.
No
quiero terminar sin recordar a sacerdotes y fieles algunas pautas
prácticas para recibir este sacramento, de acuerdo con el Magisterio
de la Iglesia expresado en el Catecismo de la Iglesia Católica.
La primera es que sigue vigente el segundo mandamiento de la Iglesia:
Confesar al menos una vez al año, y en peligro de muerte o si se ha
de comulgar. Es evidente que si el sacramento de la penitencia es
manantial de fidelidad, de crecimiento espiritual y de santidad, es
sumamente recomendable la práctica de la confesión frecuente.
Hay
que recordar también que no se puede comulgar si no se está en
estado de gracia o se han cometido pecados graves. Conviene además
que lo sacerdotes encarezcan tanto la dimensión personal del pecado,
algo que nos envilece y degrada, que es una ofensa a Dios y un
desprecio de su amor de Padre, y la dimensión eclesial del pecado,
que merma el caudal de caridad que existe en el Cuerpo Místico de
Jesucristo.
Quiero
recordar también que los fieles pueden y deben solicitar a sus
sacerdotes que dediquen tiempo al confesonario y que fijen en cada
parroquia los horarios de atención sacramental para que los fieles
puedan recibir el sacramento de la reconciliación, al que tienen
derecho por estricta justicia.
En las
vísperas de la inauguración del Jubileo de la Misericordia, termino
asegurando que después del bautismo y la Eucaristía, el sacramento
de la penitencia es el más hermoso de todos los sacramentos, puesto
que es fuente progreso y crecimiento espiritual, sacramento de la
misericordia, la paz, la alegría y el reencuentro con Dios.
Para
todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan
José Asenjo Pelegrina, arzobispo de Sevilla