La
memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros mismos hemos
conocido, y todavía conocemos, qué milagros pueden suceder cuando una madre
tiene una mirada de atención, servicio y cuidado por los hijos ajenos, además
que a los propios. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá para todos los niños del
patio! Y además sabemos bien qué fuerza adquiere un pueblo cuyos padres están
preparados para movilizarse para proteger a sus hijos de todos, porque
consideran a los hijos un bien indivisible, que están felices y orgullosos de
proteger.
Hoy,
muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivialidad familiar. Es
verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar la forma de recuperarla. En la mesa
se habla. En la mesa se escucha. Nada silencio. Ese silencio que no es silencio
de las monjas. Es el silencio del egoísmo. Cada uno a lo suyo, o a la
televisión, o al ordenador y no se habla. Nada de silencio. Recuperar esa
convivialidad familiar, aun adaptándola a los tiempos.
La
convivialidad parece que se ha convertido en una cosa que se compra y se vende,
pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el símbolo de un justo
compartir de los bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene ni pan ni afectos.
En los países ricos somos impulsados a gastar en una nutrición excesiva, y luego
gastamos de nuevo para remediar el exceso. Y este “negocio” insensato
desvía nuestra atención del hambre verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no
hay convivialidad hay egoísmo. Cada uno piensa en sí mismo. Es tanto así que la
publicidad la ha reducido a un deseo de galletas y dulces. Mientras tanto,
muchos hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es una vergüenza!
Miremos
el misterio del banquete eucarístico. El Señor entrega su Cuerpo y derrama su
Sangre por todos. Realmente no existe división que pueda resistir a este
Sacrificio de comunión; solo la actitud de falsedad, de complicidad con el mal
puede excluir de ello. Cualquier otra distancia no puede resistir al poder
indefenso de este pan partido y de este vino derramado, sacramento del
único Cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de las familias cristianas, que
precede, sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las
alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la eucaristía, que es capaz de
crear comunión siempre nueva con la fuerza que incluye y que salva.
La
familia cristiana mostrará precisamente así la amplitud de su verdadero
horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los hombres, de
todos los abandonados y los excluidos, en todos los pueblos. Oremos para que
esta convivialidad familiar pueda crecer y madurar en el tiempo de gracia del
próximo Jubileo de la Misericordia".
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