Eugenia Jiménez
Gallego
Psicóloga y orientadora de Secundaria
HOY se habla
mucho en televisión de la generación nini, la que no quiere ni estudiar ni trabajar,
sólo pasarlo bien, y vivir de sus padres hasta que pueda vivir de sus hijos.
Aunque es muy
injusto considerar que ése es un retrato ajustado a la mayoría de nuestros jóvenes, sí que debemos reconocer que existe
un porcentaje creciente de ellos que asume ese ideario. Y cuando los padres de
esos chicos y chicas vienen a entrevistarse con la orientadora del instituto,
buscando una salida, hay algunas frases que repiten una y otra vez, y en las
que resumen -sin saberlo- el origen de sus desventuras. "No sé por qué se
comporta así, ¡si se lo hemos dado todo!". "Me da mucha pena la criatura"
(esas "criaturas" de un metro ochenta-, de las que se compadecen porque tienen que
madrugar para ir a clase, o porque no les gusta estudiar). "Ya tendrá
tiempo para sufrir". Todas estas sentencias comparten una ceguera
sorprendente para cualquier observador externo, que comprende que el exceso de
caprichos y la falta de contacto con la realidad son una peligrosa combinación.
Pero, sobre todo, comparten una ausencia total de visión de futuro. Porque para
educar a personas que puedan ser relativamente felices en su vida adulta es
necesario restarles placeres en el presente: enseñarles que no pueden tenerlo
todo ni ya, que no siempre tienen razón, que no pueden ser siempre los
primeros.
Sabiduría popular
que hoy parecemos haber olvidado, porque los trabajadores hemos estado educando
a nuestros hijos tan mimados como a señoritos de cortijo, con la desventaja de
que no tenemos mayordomos ni capitales que dejarles en herencia y no los hemos
preparado para la vida real. Una frase que se oyó hasta la saciedad en mi casa
fue "tenemos que criar hijos, no tontos". Y por ello nos enseñaron a
fregar, a poner la mesa, a conducir un coche. Luego nos costearon una carrera
universitaria, esperando que no nos hiciera falta todo lo que nos habían
enseñado, pero se quedaron con la tranquilidad de habernos pertrechado para el
mundo. Mi padre ha fallecido muy recientemente, y su recuerdo me inspira
mientras escribo este artículo. En muchos aspectos, en su forma de ejercer la
paternidad, fue un señor adelantado a su tiempo. Durante los viajes en coche
nos entretenía, intentando estimularnos, con adivinanzas y trabalenguas. Nos
ayudaba con las tareas escolares, y hasta colaboraba con mi madre para arreglarnos.
Esos pequeños detalles que son cotidianos para los padres de hoy, pero no lo eran en
absoluto en los setenta. Sin embargo, tanto él como mi madre tuvieron
siempre muy
claro que estaban ayudando a crear una personita, y en ese sentido no se mostraron
modernos en absoluto.
A pesar de que
estaban en condiciones de hacerlo, no me compraban lo que les iba pidiendo a
cada paso, como cualquier chiquilla. Me dejaron muy claro que debía hablarles con
respeto, a ellos y a todos mis mayores. Me corrigieron la pronunciación, la
pereza, la forma de sentarme y hasta los andares. Y no quiero decir con ello
que comulgue con todas sus enseñanzas, pero sí con esa visión de estar
participando en la construcción de un ser humano, poniéndole límites y
frustrando en muchas ocasiones sus deseos para fortalecer su carácter.
Aquel concepto
que ya nos suena tan añejo de "hacer de ella una persona de bien".
Porque, aunque hoy tanto avance en la investigación genética nos haga pensar
que esto del carácter
viene fijado ya en el nacimiento, sabemos con certeza que la educación, especialmente la
familiar, es determinante en el desarrollo de nuestra personalidad.
En este sentido,
otro refrán que mi padre nos repetía, y quizá el que más tiempo me costó
comprender, fue el de "mejor que lloren los hijos que no que lloren los
padres". Una Eugenia
adolescente se rebelaba ante la idea de que alguien tuviese que llorar
necesariamente, pero cuando hoy veo a tantas familias desconsoladas ante la
falta de futuro de sus retoños descarriados, no puedo evitar recordar esa
frase. Probablemente lloré cuando no conseguí de inmediato aquel juguete o
cuando no tuve permiso para volver a casa de madrugada cuando lo hacían otros
amigos de mi edad, pero ahora entiendo que si mis progenitores hubieran tenido
que llorar por mi causa, yo habría perdido aún más que ellos.
No sé si sabrán
ustedes que la Unesco ha declarado recientemente a la dieta mediterránea patrimonio
de la humanidad, por su contribución a una vida saludable. Pues deberían hacer lo
mismo con muchas recetas de sabiduría mediterránea, cocinadas en forma de
refrán, que tan importantes han sido también para nuestra salud. Como aquél:
"el arbolito, derechito desde chiquitito".
Que les
aproveche.
Artículo de Opinión publicado en el periódico ABC, y que yo lo suscribo al 100%.