¿Por qué en España
abunda el ateísmo… y comienza a brillar la fe católica por su ausencia?
Es la pregunta que
intentan resolver los teólogos y los responsables de Pastoral. Cualquier
contribución positiva para que ese “problema” español del siglo XXI se resuelva
es siempre loable. Lo cierto y curioso es que algunos de esa multitud de ateos
tienen padres creyentes, y la inmensa mayoría de ellos tienen abuelos y sobre
todo abuelas “católicos muy creyentes” (vamos, de esos de misa y rezo de santo
rosario a diario).
¿Y entonces, por qué
se ha dado ese bandazo tan negativo para la fe católica en apenas medio siglo?
De las muchas que
habrá, relumbran dos poderosas razones:
Primera razón: la ignorancia religiosa casi absoluta a
la que hemos conducido entre todos a esos que han acabado en el ateísmo.
Nuestros abuelos (fueran más o menos buenos, más o menos practicantes) sabían
el catecismo de memoria. Pero muchos de los niños y jóvenes de hoy apenas saben
ni qué es eso de “catecismo” (en muchos sitios sustituyeron hace tiempo el
catecismo por “cuadernos con dibujos religiosos para colorear”). Y así,
infinidad de jóvenes de hoy no sabe qué es un sacramento, ni para qué sirve, ni
cuántos sacramentos instituyó Jesucristo, ni qué es un mandamiento, ni para qué
sirve... Quien lo sabe, es la excepción. Bueno, el porcentaje de alumnos de
Instituto que no saben el Padrenuestro es altísimo. Y casi peor: el porcentaje
de alumnos que no saben el Avemaría… es mucho mayor y de vergüenza (dato
evidente de la invasión protestante en el catolicismo español, propiciada por
los propios católicos españoles). Eso no me lo han contado: lo sé yo por propia
experiencia.
De esta ignorancia
supina se deduce una consecuencia lógica: Si yo desconozco por completo el
Evangelio de Jesucristo, el Depósito de la fe católica, ¿en qué o en quién
podré llegar a creer algún día, aunque deseara creer con todo el alma? Desde
luego, en el Jesucristo de los Evangelios, nunca. Ahí radica la proliferación
de tantas “religiones a la Carta” (como definió Benedicto XVI) que abundan en
todas las familias, hasta en las “más creyentes”.
Segunda razón: Junto a esa ignorancia religiosa en
cuestiones fundamentales, hay otra razón más básica aún: la educación en
valores que estamos transmitiendo a nuestros hijos. Un sencillo ejemplo: Un
padre puede incluso enseñar los Mandamientos de la Ley de Dios a sus hijos, y
éstos aprenderlos; pero si les da una formación exclusiva en la vida “para
que ganen dinero” (como yo he visto que sucede en la inmensa mayoría de los
casos que conozco), está inyectando y desarrollando en su alma una pasión que
se llama “avaricia”, y de nada le servirá saber los mandamientos y educar en la
fe.
Jesucristo mismo me da
la razón: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al
otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios
y al Dinero» (Mt 6,24). El dios “dinero” está ocupando muchos corazones, y
consecuencia de ello “el odio o el desprecio” (son palabras literales del
Evangelio, no mías) al Dios de Jesucristo. Y así es absolutamente imposible
alcanzar –y tampoco mantener- la fe católica, pues ésta supone un encuentro
personal con el Dios que me están educando, incluso sin pretenderlo, a odiar o
despreciar.
Este ejemplo de
“avaricia” podría ampliarse y aplicarse con muchos más ejemplos de valores
anti-evangélicos, todos ellos incluidos en los siete pecados o pasiones
capitales de cualquier ser humano. El principal de todos ellos, en expresión de
San Gregorio Magno, la soberbia, que según él es pecado “capitalísimo, pues de
él dependen los otros seis” (avaricia, pereza, gula, lujuria, ira y
envidia). También lo enseña Jesucristo en su santo Evangelio, por ejemplo para
la soberbia: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los humildes»
(Mt 11,25). Humildad, sencillez, es exactamente el reverso de soberbia.
Mientras estas
pasiones del alma aniden en el corazón de una persona, y no se la eduque
justamente a lo contrario (es decir, a ser humilde, desprendido, etc.), estamos
impidiendo la posibilidad de que encuentre a Dios, y así lo afirma el
Evangelio.
Y a un descreído lo
que menos le preocupa y le interesa es saber algo de Dios, y cuál es el
comportamiento moral que Dios reclama, y cuáles son los mandamientos o los
sacramentos, y qué enseña la Iglesia sobre paternidad responsable, y…
Para que todo esto y
más cosas le preocupen y le interesen de verdad a alguien, antes debe germinar
en su corazón una humilde semilla de fe cristiana católica. Y eso solamente es
posible cuando su educación se fundamenta en unos valores evangélicos que no
son patente de personas religiosas, sino de gente sencillamente honesta.
Porque luchar contra
la soberbia para ser humilde, no es un asunto religioso, sino natural y humano;
como lo es el combatir la lujuria, la pereza, la ira, la envidia, la gula y la
avaricia. Esa lucha nos lleva a una educación en valores que nada tiene que ver
con lo que sobreabunda en la actualidad. Estos valores, que brotan del
Evangelio de Jesucristo y brillan con luz propia, consiguen hacernos mejores
personas. Y de paso, predisponen el alma para que encuentre al Señor de la
Vida.
El tema de los pecados
capitales es apasionante; y bastante desconocido para la catequesis actual, a
causa de la persistente marginación que sufre en la mayoría de los programas de
formación moral. Y lo cierto es que sin profundizar en este asunto, sin un
examen minucioso para que del mismo surja una lucha ordenada contra las cegueras
del alma, es imposible el mejoramiento de la calidad de vida de la persona
humana, tan relajada y hasta masacrada por las olas de las pasiones que siempre
se suscitan...
Conociendo bien las
pasiones, percatándose de cómo actúan en el alma y, sobre todo, cómo se
combaten con éxito, se mejorará sin duda el nivel moral de vida, exigencia que
ya evocó Juan Pablo II: «Queridos hermanos: tened auténtico impulso profético
al ayudar a los hombres de nuestro tiempo, que muchas veces caminan a ciegas en
lo que se refiere a valores morales... En un mundo que brinda placeres fáciles
e ilusiones falaces, es preciso saber caminar contra corriente, inspirándose en
los valores morales esenciales, los únicos que permiten llevar una vida
armoniosa, próspera y serena».
Manuel Arnaldos
Martínez