Aprender a perdonar
I. ¿Qué quiere decir «perdonar»?
5. Mirar al agresor en su dignidad personal.
II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?
1. Amor.
2. Comprensión.
3. Generosidad.
4. Humildad.
III. Reflexión final
Prólogo
Todos hemos sufrido
alguna vez injusticias y humillaciones; algunos tienen que soportar diariamente
torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el
entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que
debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la
injusticia que procede de nuestros familiares," dicen los árabes.
¿Cómo reaccionamos ante un mal que alguien nos ha
ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente, desearíamos espontáneamente
pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de
nosotros. Pero esta actuación es como un bumerán: nos daña a nosotros mismos.
Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación;
y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.
Sólo en el perdón brota nueva vida. Por esto es tan
importante educar en el "arte" de practicarlo.
I. ¿Qué quiere decir "perdonar"?
¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona:
"Te perdono"? Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha
hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino
que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de todo, lo mejor para el otro.
Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.
1. Reaccionar ante un mal
En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal
para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está
peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar
en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha
hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse
en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él. Los
buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los
forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: "No me importa
lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro
de veinte años." El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido
un daño objetivo de otro.
Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna
manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan
de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque
intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden
vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo
mismo. "No importa" si los otros no les dicen la verdad; "no
importa" cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines
egoístas; "no importan" tampoco el fraude o el adulterio. Esta
actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los
valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias
en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega
que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que
perdonar(1).
Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda
gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio
muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y
sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una
muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su
falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una
herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos
permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos);
y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje
alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del
sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo
tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas
perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una
persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que
rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o
temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal
vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia
del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para
conseguir la paz interior.
2. Actuar con libertad
El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única
reacción que no re-actúa simplemente, según el conocido principio "ojo por
ojo, diente por diente"(2). El odio provoca la violencia, y la violencia
justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que
la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está
sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy
dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy
"re-accionando", de modo automático, sino que pongo un nuevo
comienzo, también en mí.
Superar las ofensas, es una tarea sumamente
importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max
Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma(3). El otro le
ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda
atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más
repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.
Los resentimientos hacen que las heridas se infecten
en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una
especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se
siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo
mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos
pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a
depresiones. Un refrán chino dice: "El que busca venganza debe cavar dos
fosas."
En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista
norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido
en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, "porque
han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y
eliminado"(4). La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a
reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su
identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que
una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez
de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que
pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como
a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores.
Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y
rencores que le impedían ser feliz.
Las heridas no curadas pueden reducir enormemente
nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas,
que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y,
como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura,
inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece
dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas
y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer
posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no
conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se
ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias
afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a
nuestro estado psíquico(5). Se puede perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado este acto
eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede
ser que desaparezca con el tiempo. "Las heridas se cambian en
perlas," dice Santa Hildegarda de Bingen.
3. Recordar el pasado
Es una ley natural que el tiempo "cura"
algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan
de la "caducidad de nuestras emociones"(6). Llegará un momento en que
una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de
que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas "ganas de
vivir". Un determinado estado psíquico -por intenso que sea- de ordinario
no puede convertirse en permanente. A este estado sigue un lento proceso de
desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como
pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en
el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.
La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La
capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser
humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste
simplemente en "borrón y cuenta nueva". Exige recuperar la verdad de
la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o
distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
Hace falta "purificar la memoria". Una
memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi
pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las
injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.
4. Renunciar a la venganza
Como el perdón expresa nuestra libertad, también es
posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus
libros de sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda
Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le
llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba
muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío: habló de su familia, de
su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo
un crimen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían
encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron.
"Sé que es horrible -dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las
que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío
sobre esto y pedirle perdón de todo corazón." Wiesenthal concluye su
relato diciendo: "De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra,
salí de la habitación"(7). Otro judío añade: "No, no he perdonado a
ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a
ninguno"(8).
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio.
Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no
quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las
injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les
molesten. "Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño," es uno
de sus lemas(9). Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una
ironía insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen
interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su
corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa
a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también
de algunos "gurus" asiáticos que viven solitarios en su
"magnanimidad". No se dignan mirar siquiera a quienes
"absuelven" sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del "pulgón".
El problema consiste en que, en este caso, no hay
ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia
al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se
encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la
vida, que adoptar una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien
nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y
falta el ofendido.
5. Mirar al agresor en su dignidad personal
El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva,
una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus
experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a
escucharles con un corazón abierto.
El secreto consiste en no identificar al agresor con
su obra(10). Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente
nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de
los crímenes cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré
llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no
respetaban en los demás"(11). Cada persona está por encima de sus peores
errores.
Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general
del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le
preguntó si perdonaba a sus enemigos. "No es posible -respondió el
general-. Les he mandado ejecutar a todos"(12).
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar
un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en
paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede
considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente
corrompido; en cada uno brilla una luz.
Al perdonar, decimos a alguien: "No, tú no eres
así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor." Queremos todo el bien
posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos
por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.
II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?
Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste
el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar
este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.
1. Amor
Perdonar es amar intensamente. El verbo latín
per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo
que acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el
extremo. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la
fidelidad, y se completa en el perdón.
Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido
gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso,
separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras
el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar
el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro.
Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo
corazón, y dar al otro el amor que necesita.
Una persona sólo puede vivir y desarrollarse
sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere
verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas"(13). Hace falta no
sólo "estar aquí", en la tierra, sino que hace falta la confirmación
en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una
cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en amistad. En
este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de la
creación(14).
Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de
su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona
aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: "Te necesito para
ser yo mismo."
Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el
espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia,
cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato,
en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras
injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón.
El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la
"desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo",
y no llega a serlo, porque los otros lo impiden(15).
Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al
otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una
felicidad más honda.
2. Comprensión
Es preciso comprender que cada uno necesita más amor
que "merece"; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos
somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que
en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de
cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de
los demás.
Si una persona no perdona, puede ser que tome a los
demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero "tomar a un
hombre perfectamente en serio, significa destruirle," advierte el filósofo
Robert Spaemann(16). Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas
veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: "no
sabemos lo que hacemos"(17). Cuando, por ejemplo, una persona está
enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo
completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a "analizar"
lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si
lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos
transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.
Tenemos que creer en las capacidades del otro y
dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una
persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea
perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los
otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello
dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que
dice la sabiduría popular: "Si quieres que el otro sea bueno, trátale como
si ya lo fuese."
3. Generosidad
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso.
Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que
la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se
arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen
amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el
castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.
El perdón no anula el derecho, pero lo excede
infinitamente. Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del
amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige
nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes
que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.
El arrepentimiento del otro no es una condición
necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más
fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que
en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.
Hay un modo "impuro" de perdonar(18), cuando
se hace con cálculos, especulaciones y metas: "Te perdono para que te des
cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores."
Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón
verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico:
"Te perdono porque te quiero -a pesar de todo."
Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender,
en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se
entera, o aunque no sabe por qué.
4. Humildad
Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo
mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida,
cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza
sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la
reconciliación puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud
farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide
entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia
arrogancia.
Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón,
pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en
cualquier momento. "Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder,
se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender
y herir (de nuevo)"(19). Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la
reconciliación.
Cuando se den las circunstancias -quizá después de un
largo tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden
dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se
debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta
el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De
vez en cuando es necesario "cambiar la silla", al menos mentalmente,
y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de
voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o
humillarle. Para que sea verdadero y "puro", la víctima debe evitar
hasta la menor señal de una "superioridad moral" que, en principio,
no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca
de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las
conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia
irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de
otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo.
Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón
es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño
a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el
perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante
que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor,
han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su
vez, perdón al otro.
III. Reflexión final
Hemos hablado de una labor interior auténtica y dura.
No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite
de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se arrepiente en
absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado
correctamente? ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? Podemos perdonar,
por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante
los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado,
difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Quizá nunca
será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra
propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda todopoderosa
de Dios. "Con mi Dios, salto los muros," canta el salmista. Podemos
referir estas palabras a los muros que están en nuestro corazón. Con la ayuda
de buenos amigos y, sobre todo, con la gracia de Dios, es posible realizar esta
tarea sumamente difícil y liberarnos a nosotros mismos. Perdonar es un acto de
fortaleza espiritual, un gran alivio. Significa optar por la vida y actuar con
creatividad.
Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos
a las víctimas. Hay que dejar a una persona todo el tiempo que necesite para
llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría
su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a
quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos,
ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con
un amigo(20). En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un
gran dolor. Antes que nada, debemos tranquilizarnos, aceptar que nos cuesta
perdonar, que necesitamos tiempo. Seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos
puede ayudar mucho. No podemos sorprendernos frente a tales dificultades, tanto
si son propias, como si son ajenas.
Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos
construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad;
podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden
ayudar unas sabias palabras: "¿Quieres ser feliz un momento? Véngate.
¿Quieres ser feliz siempre? Perdona."
Jutta Burggraf, teóloga alemana fallecida, escribió este artículo para "Retos de futuro en
educación". (Ed. por O.F. Otero. Madrid 2004). In memoriam (1952-2010)