Traigo la primera parte de un artículo publicado por J.M. Martín y J. Verdiá que me parece muy interesante para padres y educadores.
Los sentimientos se forman de un modo especial durante
la niñez. A aprender a amar se aprende desde niños, y los principales maestros
son los padres, como se señala en este artículo sobre la familia.
La educación es un derecho y un deber de los padres
que prolonga, de algún modo, la generación; se puede decir que el hijo, en
cuanto persona, es el fin primario al que tiende el amor de los esposos. La
educación aparece así como la continuación del amor que ha traído a la vida al
hijo, donde los padres buscan darle los recursos para que pueda ser feliz,
capaz de asumir su lugar en el mundo con garbo humano y sobrenatural.
Los padres cristianos ven en cada hijo una muestra de
la confianza de Dios, y educarlos bien es el mejor negocio; un
negocio que comienza en la concepción y da sus primeros pasos en la educación
de los sentimientos, de la afectividad. Si los padres se aman y ven en el hijo
la culminación de su entrega, lo educarán en el amor y para amar; dicho de otro
modo: corresponde a los padres primariamente educar la afectividad de los
hijos, normalizar sus afectos, lograr que sean niños serenos.
Los sentimientos se forman de un modo especial durante la niñez. Después, en la
adolescencia, pueden producirse las crisis afectivas, y los padres han de
colaborar para que los hijos las solucionen. Si de niños han sido criados
apacibles, estables, superarán con más facilidad esos momentos difíciles.
Además, el equilibrio emocional favorece el crecimiento de los hábitos de la
inteligencia y la voluntad; sin armonía afectiva, es más difícil el desarrollo
del espíritu.
Lógicamente, los misuna condición imprescindible para edificar una buena base sentimental-afectiva es que los mismos padres traten de perfeccionar su propia
estabilidad emocional. ¿Cómo? Mejorando la convivencia familiar, cuidando su
unión, demostrando –con prudencia– su amor mutuo delante de los hijos. Sin
embargo, a veces uno se inclina a pensar que los afectos o los sentimientos
desbordan el ámbito educativo familiar; quizá porque parece que son algo que sucede,
que escapan a nuestro control y no podemos cambiar. Incluso se llega a verlos
desde una perspectiva negativa; pues el pecado ha desordenado las pasiones, y
éstas dificultan el obrar racionalmente.
En el origen de la personalidad. Esta actitud pasiva o hasta negativa,
presente en muchas religiones y tradiciones morales, contrasta fuertemente con
las palabras que Dios dirigió al profeta Ezequiel: les daré un corazón de
carne, para que sigan mis preceptos, guarden mis leyes y las cumplan. Tener
un corazón de carne, un corazón capaz de amar, se presenta como una realidad
creada para seguir la voluntad divina: las pasiones desordenadas no serían
tanto un fruto del exceso de corazón como la consecuencia de poseer un mal
corazón, que debe ser sanado.
El hombre necesita de los afectos, pues son un poderoso motor para la acción.
Cada uno tiende hacia lo que le gusta, y la educación consiste en ayudar a que
coincida con el bien de la persona. Cabe comportarse de modo noble y con
pasión: ¿qué hay más natural que el amor de una madre por su hijo?, ¡y cómo
empuja ese cariño a tantos actos de sacrificio, llevados con alegría!.Y, ante
una realidad que resulta, por cualquier motivo, desagradable, ¡cuánto más fácil
es rehuirla!: en un determinado momento, percibir la “fealdad” de una acción
mala puede ser un motivo más fuerte para no cometerla que miles de
razonamientos.
Evidentemente, esto no debe confundirse con una visión sentimentalista de la
moralidad. No se trata de que la vida ética y el trato con Dios deban
abandonarse a los sentimientos. Como siempre, el modelo es Cristo: en Él,
perfecto Hombre, vemos cómo afectos y pasiones cooperan al recto obrar: Jesús
se conmueve ante la realidad de la muerte, y obra milagros; en Getsemaní,
encontramos la fuerza de una oración que da cauce a vivísimos sentimientos;
incluso le invade la pasión de la ira –buena aquí–, cuando restituye al Templo
su dignidad. Cuando se desea de verdad algo, es normal que el hombre se
apasione. Por el contrario, resulta poco agradable ver a alguien hacer las
cosas por cumplir, con desgana, sin poner el corazón en ellas. Pero esto no
significa dejarse arrastrar por los afectos: si bien lo primero es poner la
cabeza en lo que se hace, el sentimiento da cordialidad a la razón, hace que lo
bueno sea agradable; la razón –por su parte– proporciona luz, armonía y unidad
a los sentimientos.
Facilitar la conversión del corazón. En la constitución del hombre, las
pasiones tienen como fin facilitar la acción voluntaria, más que difuminarla o
dificultarla. «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al
bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas
palabras del salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios
vivo” (Sal 84,3)». Por eso, no es conveniente querer suprimir o “controlar” las
pasiones, como si fueran algo malo o rechazable. Aunque el pecado original las
haya desordenado, no las ha desnaturalizado, ni las ha corrompido de un modo
absoluto e irreparable. Cabe orientar de modo positivo la emotividad,
dirigiéndola hacia los bienes verdaderos: el amor a Dios y a los demás. De ahí
que los educadores, en primer lugar los padres, deban buscar que el educando,
en la medida de lo posible, disfrute haciendo el bien.
Formar la afectividad requiere, en primer lugar, facilitar a los hijos que se
conozcan, y que sientan, de un modo proporcionado a la realidad que ha
despertado su sensibilidad. Se trata de ayudar a superar, a trascender, aquel
afecto hasta ver en su justa medida la causa que lo ha provocado. Quizá el
resultado de esa reflexión será el intento de influir positivamente para
modificar tal causa; en otras ocasiones –la muerte de un ser querido, una
enfermedad grave–, la realidad no se podrá cambiar y será el momento de enseñar
a aceptar los acontecimientos como venidos de la mano de Dios, que nos quiere
como un Padre a su hijo. Otras veces, a raíz de un enfado, de una reacción de
miedo, o de una antipatía, el padre o la madre pueden hablar con los hijos,
ayudándoles a que entiendan –en la medida de lo posible– el porqué de esa
sensación, de modo que puedan superarla; así se conocerán mejor a sí mismos y
serán más capaces de poner en su lugar el mundo de los afectos.
Además, los educadores pueden preparar al niño o al joven para que reconozca
–en ellos mismos y en los demás– un determinado sentimiento. Cabe crear
situaciones, como son las historias de la literatura o del cine, a través de
las cuales es posible aprender a dar respuestas afectivas proporcionadas, que
colaboran a modelar el mundo emocional del hombre. Un relato interpela a quien
lo ve, lee o escucha, y mueve sus sentimientos en una determinada dirección, y
le acostumbra a un determinado modo de mirar la realidad. Dependiendo de la
edad –en este sentido, la influencia puede ser mayor cuanto más pequeño sea el
niño–, una historia de aventuras, o de suspense, o bien un relato romántico,
pueden contribuir a reforzar los sentimientos adecuados ante situaciones que
objetivamente los merecen: indignación frente la injusticia, compasión por los
desvalidos, admiración respecto al sacrificio, amor delante de la belleza.
Contribuirá, además, a fomentar el deseo de poseer esos sentimientos, porque
son hermosos, fuentes de perfección y nobleza.
Bien encauzado, el interés por las buenas historias
también educa progresivamente el gusto estético y la capacidad de discriminar
las que poseen calidad. Esto fortalece el sentido crítico, y es una eficaz
ayuda para prevenir la falta de tono humano, que a veces degenera en
chabacanería y en descuido del pudor. Sobre todo en las sociedades del llamado
primer mundo, se ha generalizado un concepto de “espontaneidad” y “naturalidad”
que con frecuencia resulta ajeno al decoro. Quien se habitúa a ese tipo de
ambientes –con independencia de la edad– acaba rebajando su propia sensibilidad
y animalizando (o frivolizando) sus reacciones afectivas; los padres han de
comunicar a sus hijos una actitud de rechazo a la vulgaridad, también cuando no
se habla de cuestiones directamente sensuales.
Por lo demás, conviene recordar que la educación de la afectividad no se
identifica con la educación de la sexualidad: ésta es sólo una parte del campo
emotivo. Pero, ciertamente, cuando se ha logrado crear un ambiente de confianza
en la familia será más fácil que los padres hablen con los hijos sobre la
grandeza y el sentido del amor humano, y les den poco a poco, desde pequeños,
los recursos –por la educación de los sentimientos y las virtudes– para
orientar adecuadamente esa faceta de la vida.