Las hojas del otoño no
caen porque quieren sino porque ha llegado su hora.
Bienaventurados aquellos que comprenden
mis pasos vacilantes y mis manos trémulas.
Bienaventurados los que no tienen en
cuenta mis olvidos, que saben que capto las palabras con dificultad, por eso
procuran hablarme más alto y pausadamente.
Bienaventurados los que perciben que
mis ojos ya están nublados y mis reacciones son lentas.
Bienaventurados los que desvían su
mirada, simulando no haber visto el café que, sin querer, derramo sobre la
mesa.
Bienaventurados los que sonríen, me
prestan atención y conversan conmigo.
Bienaventurados los que nunca me dicen:
“Tú ya me contaste eso varias veces”
Bienaventurados los que me ayudan, con
cariño, a atravesar la calle.
Bienaventurados los que me hacen sentir
que soy amado y no estoy abandonado, tratándome con respeto.
Bienaventurados los que comprenden
cuánto me cuesta encontrar fuerzas para aguantar mi edad y mi cruz.
Bienaventurados los que me amenizan los
últimos años sobre la Tierra.
Bienaventurados todos aquellos que me
dedican afecto y cariño, haciéndome así, pensar en Dios.
Cuando entre en la Eternidad, me
acordaré de ellos junto al Señor!
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