¿Cómo viven los seminaristas en China? Es difícil de contestar, ya que,
dependiendo a la situación de cada diócesis, cambia el modo de vivir en el
seminario. Lo que voy a decir sobre mi seminario es un pequeño reflejo de los
seminarios clandestinos.
Cuando entré en el seminario, éramos casi 30 chicos, procedentes de tres
lugares diferentes del país. Nosotros, el curso más joven –casi todos teníamos
17 años – vivíamos en una cueva, construida por los seminaristas mayores en una
montaña tan alta que nos parecía vivir en el cielo. Aquella era nuestra
capilla, nuestra aula de clase, y también el comedor.
Debajo de nosotros había una aldea, de unos 100 habitantes, todos católicos.
Eran los que nos protegían, y los que nos subían el arroz, la harina y las
verduras. Durante la semana, no teníamos mucho tiempo libre, porque había que aprovechar
las horas al máximo, pues allí nadie sabe cuánto puede durar un curso. De lunes
a viernes, teníamos ocho clases diarias, con asignaturas muy variadas. Los
sábados hacíamos la limpieza, y los domingos podíamos salir a hacer una pequeña
excursión por la montaña. El tiempo de formación antes eran cinco años; ahora
son diez, como mínimo.
El primer año vivimos muy felices en aquella cueva, nadie se quejó
de la humedad ni de la comida, pues el amor fraterno lo suple todo. La oración
y el estudio son nuestra tarea principal, porque sabemos que Cristo necesita
soldados bien armados de ciencia y de santidad para extender su reino en China.
Cuando alguno está enfermo, o le duele el estómago, o la pierna –porque hay
mucha humedad–, el formador suele decirle bromeando que son síntomas de
vocación, porque casi todos los curas tienen tales enfermedades. ¡Pues, ya ves
cómo Dios confirma la llamada! Nosotros sabemos que el dolor de estómago del
formador es debido a la mala alimentación que tuvo cuando estuvo en la cárcel,
pues le daban muy poca comida, y mala.
Cuando le preguntamos qué pensaba en la cárcel, nos dijo: «En la comida; después del desayuno, uno ya comienza a
esperar el almuerzo, porque siempre teníamos hambre». El trabajo en la cárcel no era muy duro, pero cansaba
mucho: tenía que escoger pelos de cerdos durante horas y horas, para la
fabricación de cepillos de zapatos. Mi formador tenía un sentimiento especial
con aquellos cepillos. Cuando Dios bendice, bendice con la cruz. Así, estábamos
casi acostumbrados a que Dios, de vez en cuando, nos mandaba una pequeña cruz.
En aquel tiempo, cuando rezábamos, podíamos cantar; también
podíamos reírnos a carcajadas, hablar en voz alta, salir a dar paseos…Gozamos
de bastante libertad durante casi un curso entero. Luego tuvimos que irnos a
otro sitio. Es que los policías se enteraron de la existencia de un grupo de
los nuestros, que vivían en otra montaña. Les capturaron a todos cuando estaban
almorzando. En el camino a la comisaría, una feligresa vio a un seminarista en
el jeep de policía haciéndole señales, así que subió corriendo adonde nosotros
estábamos para avisarnos. Cuando llegó, estábamos preparando la cena. El
formador, sin pensar ni un segundo, en seguida nos mandó huir. Bajamos de la
montaña cruzando un bosque, de dos en dos. Todavía no éramos conscientes del
miedo, nos parecía casi divertido aquello de huir corriendo de la policía.
Hacíamos competiciones para ver quién corría más rápido…
Una vez salimos de la casa, los fieles de la aldea metieron piensos
para los animales domésticos en la cueva, y echaron polvo en el cristal de la
ventana, que siempre había estado muy limpia. Esa misma noche, subieron los
policías, llevando perros, para capturarnos también a nosotros. Dios pensó que
todavía no era el tiempo. Ya no había nadie allí. Tres meses después, nos
reunimos en otra provincia. Nos dijo el Rector que los seminaristas detenidos
recibieron una condena de tres años de cárcel, y que tenían que cavar piedras,
ya que el sitio era montañoso y hacía falta construir caminos. En esta nueva
casa, el formador nos dijo que fuéramos más prudentes y cautelosos, no sólo por
nuestra seguridad, sino también por la de la familia que nos había acogido. Así
que no podíamos hablar en voz alta, ni reírnos demasiado, y mucho menos salir
de la habitación, para que no se enterasen los vecinos. Pero, no sé cómo,
siempre acaban enterándose.
Por eso teníamos que cambiar de casa cada muy poco tiempo –como mucho, cada
medio año–. Hasta el día de hoy, los seminaristas de mi diócesis siguen
llevando este estilo de vida, huyendo de un sitio para otro. Cuando en alguna
fiesta, como la Pascua, quieren cantar los chicos, el formador elige a uno o
dos para que canten, y en voz baja…
La Iglesia en China lleva siglos de persecución. La sangre de los mártires,
semilla de los nuevos cristianos, está brotando. Una primavera del cristianismo
está llegando a China. Cada año, a pesar de la falta de libertad religiosa,
miles y miles chinos se bautizan. Ahora más que nunca hacen falta misioneros
intelectualmente bien preparados; tenemos que dar razones de nuestra esperanza
a la gente. Para llevar a cabo esta misión, la Iglesia en Europa nos ha
ofrecido su ayuda: muchos movimientos de la Iglesia quieren encargarse de la
educación de los seminaristas chinos. Así, muchas diócesis han enviado a sus
seminaristas a Europa para recibir una mejor formación y para que luego puedan
servir mejor a la Iglesia. Lo que quiero es que la gente conozca un poco más
cómo viven los seminaristas en China ahora, porque se habla mucho de la
apertura de China, el desarrollo de China, incluso de la mejoría de las
relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y China, como si en China hubiera
libertad religiosa ya. Yo quería escribir un poco cómo estudian los
seminaristas en China, porque estudian mucho.
Ciertamente tenemos pocos recursos para ello, pero estudian mucho, porque
saben que la Iglesia lo necesita –me dolió mucho escuchar a un cardenal que
dijo que el clero de la Iglesia clandestina es inculto–. El año pasado fui a
China; la vida de los seminaristas sigue siendo como antes, no pueden hablar ni
cantar en voz alta. El día de la Asunción de la Virgen, no se imaginan cuántas
ganas tenían los chicos de cantar una misa a la Virgen, pero no podían;
cerramos todas las ventanas y puertas en pleno agosto, para que pudieran cantar
algo.
Se habla mucho de la Iglesia oficial o patriótica, y la Iglesia clandestina
o fiel a Roma, pero la cuestión de fondo no está en esto, sino en el sistema
político: para el comunismo no existe la persona, por consiguiente, ni sus
derechos, y mucho menos la libertad religiosa. Queremos todos ver una Iglesia
unida en China, pero es el Gobierno el que no lo quiere.
Al amable lector, le ruego que en su momento de oración se acuerde de los
obispos y los sacerdotes que están todavía en la cárcel, y rece por los
seminaristas, para que seamos aptos para el reino de Dios.
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