Ayudarles a encontrar
su camino
Pero sobre todo, educar en
este campo es poner los medios para que los hijos conviertan su entera
existencia en un acto de adoración a Dios. Como enseña el Concilio, «la
criatura sin el Creador desaparece»[12]: en
la adoración encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: si las gentes no adoran a Dios, se
adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder,
el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza…[13].
Promover esta actitud pasa necesariamente por que los chicos descubran en
primera persona la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde que son
pequeños, propiciando que aprendan a hablar personalmente con Él. ¿No es acaso
hacer oración con los hijos contarles cosas de Jesús y sus amigos, o entrar con
ellos en las escenas del Evangelio, a raíz de algún incidente cotidiano?
En el fondo, fomentar la
piedad en los niños quiere decir facilitar que pongan el corazón en Jesús, que
le expliquen los sucesos buenos y los malos; que escuchen la voz de la
conciencia, en la que Dios mismo revela su voluntad, y que intenten ponerla en
práctica. Los niños adquieren estos hábitos casi como por ósmosis, viendo cómo
sus padres tratan al Señor, o lo tienen presente en su día a día. Pues la fe,
más que con contenidos o deberes, tiene que ver en primer término con una
persona, a la que asentimos sin reservas: nos confiamos. Si se pretende mostrar
cómo una Vida –la de Jesús– cambia la existencia del hombre, implicando todas
las facultades de la persona, es lógico que los hijos noten que, en primer
lugar, nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores de la fe en
Jesucristo implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión a su Persona[14].
Ser un buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha por ser
santo: los hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar imitarlo.Los buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean felices en todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo; es lógico, por tanto, que deseen también que no se queden en la mediocridad espiritual. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada uno. El mejor servicio que se puede prestar a una persona –a un hijo de modo muy especial– es apoyarla para que responda plenamente a su vocación cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él. Porque no se trata de una cuestión accesoria, de la que depende sólo un poco más de felicidad, sino que afecta al resultado global de su vida.
Descubrir cómo se concreta
la propia llamada a la santidad es hallar la piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe[15]: es
el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de sentido a la existencia
entera. La biografía de un hombre será distinta según la generosidad con que
afronte las distintas opciones que Dios le presentará: pero, en todo caso, la
felicidad propia y la de muchas otras personas dependerá de esas respuestas.
Vocación de los hijos,
vocación de los padres
La fe es por naturaleza un
acto libre, que no se puede imponer, ni siquiera indirectamente, mediante
argumentos “irrefutables”: creer es un don que hunde sus raíces en el misterio
de la gracia de Dios y la libre correspondencia humana. Por eso, es natural que
los padres cristianos recen por sus hijos, pidiendo que la semilla de la fe que
están sembrando en sus almas fructifique; con frecuencia, el Espíritu Santo se
servirá de ese afán para suscitar, en el seno de las familias cristianas,
vocaciones de muy diverso tipo, para el bien de la Iglesia.
Sin duda, la llamada del
hijo puede suponer para los padres la entrega de planes y proyectos muy
queridos. Pero eso no es un simple imprevisto, pues forma parte de la
maravillosa vocación a la maternidad y a la paternidad. Podría decirse que la
llamada divina es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan;
y, a veces, puede ser mayor el mérito de estos últimos, elegidos por Dios para
entregar lo que más quieren, y hacerlo con alegría.
La vocación de un hijo se
convierte así en un motivo de santo
orgullo[16],
que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así lo
explicaba el Beato Juan Pablo II: «Estad abiertos a las vocaciones que surjan
entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se
digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid
vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas
vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o
vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su
vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una
elección hecha con libertad»[17].
Las decisiones de entrega a
Dios germinan en el seno de una educación cristiana: se podría decir que son
como su culmen. La familia se convierte así, gracias a la solicitud de los
padres, en una verdadera Iglesia doméstica[18],
donde el Espíritu Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea educadora
de los padres trasciende la felicidad de los hijos, y llega a ser fuente de
vida divina en ambientes hasta entonces ajenos a Cristo.
Alfonso Aguiló
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