Ambiente de confianza
y amistad
Por otra parte, vemos que
muchos chicos y chicas –sobre todo, en la juventud y adolescencia– acaban
flaqueando en la fe que han recibido cuando sufren algún tipo de prueba. El
origen de estas crisis puede ser muy diverso –la presión de un ambiente
paganizado, unos amigos que ridiculizan las convicciones religiosas, un
profesor que da sus lecciones desde una perspectiva atea o que pone a Dios
entre paréntesis–, pero estas crisis cobran fuerza sólo cuando quienes las
sufren no aciertan a plantear a las personas adecuadas lo que les pasa.
Es importante facilitar la
confianza con los hijos, y que éstos encuentren siempre disponibles a sus
padres para dedicarles tiempo. Los chicos –aun los
que parecen más díscolos y despegados– desean siempre ese acercamiento, esa
fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los
padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión
de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con
responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la
confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de
haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no
se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar[3]. No
hay que esperar a la adolescencia para poner en práctica estos consejos: se
puede propiciar desde edades muy tempranas.
Hablar con los hijos es de
las cosas más gratas que existen, y la puerta más directa para entablar una
profunda amistad con ellos. Cuando una persona adquiere confianza con otra, se
establece un puente de mutua satisfacción, y pocas veces desaprovechará la
oportunidad de conversar sobre sus inquietudes y sus sentimientos; que es, por
otra parte, una manera de conocerse mejor a uno mismo. Aunque hay edades más
difíciles que otras para lograr esa cercanía, los padres no deben cejar en su
ilusión por llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los
que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los
que se espera una ayuda eficaz y amable[4].
En ese ambiente de amistad,
los hijos oyen hablar de Dios de un modo grato y atrayente. Todo esto requiere
que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos, y un tiempo que sea
“de calidad”: el hijo debe percibir que sus cosas nos interesan más que el
resto de nuestras ocupaciones. Esto implica acciones concretas, que las
circunstancias no pueden llevar a omitir o retrasar una y otra vez: apagar la
televisión o el ordenador –o dejar, claramente, de prestarle atención– cuando
la chica o el chico pregunta por nosotros y se nota que quiere hablar; recortar
la dedicación al trabajo; buscar formas de recreo y entretenimiento que
faciliten la conversación y vida familiar, etc.
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