Diversos ámbitos de
atención
Podrían señalarse diversos
aspectos que tienen gran importancia para transmitir la fe. Uno primero es
quizá la vida de piedad en la familia, la cercanía a Dios en la oración y los
sacramentos. Cuando los padres no la “esconden” –a veces involuntariamente– ese
trato con Dios se manifiesta en acciones que lo hacen presente en la familia,
de un modo natural y que respeta la autonomía de los hijos. Bendecir la mesa, o
rezar con los hijos pequeños las oraciones de la mañana o la noche, o
enseñarles a recurrir a los Ángeles Custodios o a tener detalles de cariño con
la Virgen, son modos concretos de favorecer la virtud de la piedad en los
niños, tantas veces dándoles recursos que les acompañarán toda la vida.
Otro medio es la doctrina:
una piedad sin doctrina es muy vulnerable ante el acoso intelectual que sufren
o sufrirán los hijos a lo largo de su vida; necesitan una formación apologética
profunda y, al mismo tiempo, práctica.
Lógicamente, también en este
campo es importante saber respetar las peculiaridades propias de cada edad.
Muchas veces, hablar sobre un tema de actualidad o un libro podrá ser una
ocasión de enseñar la doctrina a los hijos mayores (esto, cuando no sean ellos
mismos los que se dirijan a nosotros para preguntarnos).
Con los pequeños, la
formación catequética que pueden recibir en la parroquia o en la escuela es una
ocasión ideal. Repasar con ellos las lecciones que han recibido o enseñarles de
un modo sugerente aspectos del catecismo que tal vez se han omitido, hacen que
los niños entiendan la importancia del estudio de la doctrina de Jesús, gracias
al cariño que muestran los padres por ella.
Otro aspecto relevante es la
educación en las virtudes, porque si hay piedad y hay doctrina, pero poca
virtud, esos chicos o chicas acabarán pensando y sintiendo como viven, no como
les dicte la razón iluminada por la fe, o la fe asumida porque pensada. Formar
las virtudes requiere resaltar la importancia de la exigencia personal, del
empeño en el trabajo, de la generosidad y de la templanza.
Educar en esos bienes
impulsa al hombre por encima de las apetencias materiales; le hace más lúcido,
más apto para entender las realidades del espíritu. Quienes educan a sus hijos
con poca exigencia –nunca les dicen que “no” a nada y buscan satisfacer todos
sus deseos–, ciegan con eso las puertas del espíritu.
Es una condescendencia que
puede nacer del cariño, pero también del querer ahorrarse el esfuerzo que
supone educar mejor, poner límites a los apetitos, enseñar a obedecer o a
esperar. Y como la dinámica del consumismo es de por sí insaciable, caer en ese
error lleva a las personas a estilos de vida caprichosos y antojadizos, y les
introducen en una espiral de búsqueda de comodidad que supone siempre un
déficit de virtudes humanas y de interés por los asuntos de los demás.
Crecer en un mundo en el que
todos los caprichos se cumplen es un pesado lastre para la vida espiritual, que
incapacita al alma –casi en la raíz– para la donación y el compromiso.
Otro aspecto que conviene
considerar es el ambiente, pues tiene una gran fuerza de persuasión. Todos
conocemos chicos educados en la piedad que se han visto arrastrados por un
ambiente que no estaban preparados para superar. Por eso, es preciso estar
pendientes de dónde se educan los hijos, y crear o buscar entornos que faciliten
el crecimiento de la fe y de la virtud. Es algo parecido a lo que sucede en un
jardín: nosotros no hacemos crecer a las plantas, pero sí podemos proporcionar
los medios –abono, agua, etc.– y el clima adecuados para que crezcan.
Como aconsejaba san
Josemaría a unos padres: "procurad darles
buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en
vuestra conducta: entonces aprenderán, y serán la corona de vuestra madurez y
de vuestra vejez"[5].
Cuando se busca educar en la
fe, no cabe separar la
semilla de la doctrina de la semilla de la piedad[6]: es
preciso unir el conocimiento con la virtud, la inteligencia con los afectos. En
este campo, más que en muchos otros, los padres y educadores deben velar por el
crecimiento armónico de los hijos. No bastan unas cuantas prácticas de piedad
con un barniz de doctrina, ni una doctrina que no fortalezca la convicción de
dar el culto debido a Dios, de tratarle, de vivir las exigencias del mensaje cristiano,
de hacer apostolado. Es preciso que la doctrina se haga vida, que se resuelva
en determinaciones, que no sea algo desligado del día a día, que desemboque en
el compromiso, que lleve a amar a Cristo y a los demás.
Elemento insustituible de la
educación es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres: rezar con
los hijos (al levantarse, al acostarse, al bendecir las comidas); dar la
importancia debida al papel de la fe en el hogar (previendo la participación en
la Santa Misa durante las vacaciones o buscando lugares adecuados –que no sean
dispersivos– para veranear); enseñar de forma natural a defender y transmitir
su fe, a difundir el amor a Jesús. «Así, los padres calan profundamente en el
corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores acontecimientos de la
vida no lograrán borrar[7]».
Es necesario
dedicar tiempo a los hijos: el tiempo es vida[8], y la vida –la de Cristo que vive en el
cristiano– es lo mejor que se les puede dar. Pasear, organizar excursiones,
hablar de sus preocupaciones, de sus conflictos: en la transmisión de la fe, es
preciso, sobre todo, “estar y rezar”; y si nos equivocamos, pedir perdón. Por
otro lado, los hijos también han de experimentar el perdón, que les lleva a
sentir que el amor que se les tiene es incondicional
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