Traigo un, a mi juicio, excelente artículo de José-Fernando
Rey Ballesteros, sacerdote publicado en su blog "De un tiempo a esta parte". Por espacio he tenido que recurrir al "salto de linea" pero animo a todos a leerlo completo, no tiene desperdicio.
Cuando, hace cinco años,
inauguré este blog con el título «De un tiempo a esta parte», lo hice a
conciencia, pensando en «un tiempo» –el tiempo de Dios– y en «esta parte»
–nuestra historia, el día a día en que vivimos inmersos–. Me propuse abordar,
en la misma página, los misterios eternos y la actualidad rabiosa, dejando que
se iluminasen mutuamente.
Toda esta
explicación viene a cuento para decir que, muy a mi pesar, me veo obligado a
escribir sobre los sucesos que están teniendo lugar en la diócesis de Granada,
y que supongo de sobra conocidos por todos vosotros. Recalco el «muy a mi
pesar». Ojalá jamás tuviera que escribir líneas como éstas. Pero callar sería
vivir en otro mundo. Cualquier cristiano que encienda un televisor o se asome a
las páginas de un periódico se siente herido por lo que allí encuentra. ¿Cómo
no hablar de ello?
En ellos –en
vosotros– pienso: en los cristianos «corrientes», que rezan en su casa y van a
misa a su parroquia los domingos. ¿Qué sentirán cuando el domingo que viene se
acerquen a la iglesia de su barrio? ¿Cómo mirarán a sus sacerdotes? Pienso en
las madres que traen a sus hijos a nuestras catequesis. ¿Habrán
relacionado los supuestos abusos cometidos por ministros de Dios en Granada con
lo que pueda suceder cuando sus niños cruzan las puertas de los salones
parroquiales? Pienso en los padres y madres de nuestros monaguillos. ¿Se habrán
sentido inquietos al saber que las supuestas víctimas de esos terribles abusos
eran, precisamente, monaguillos? ¿Tendrán la fuerza y la fe suficiente esos
padres para seguir fiándose de nosotros? Pienso también en los padres de los
niños que, después de la Misa Mayor, corren a nuestras sacristías a recibir un
caramelo de manos del sacerdote. ¿Seguirán esperándoles tranquilos en el templo
pensando que sus hijos van a recibir sólo la bendición de Dios y un dulce?
No escribo todo
esto en un exceso de preocupación. Me consta que muchos de nuestros feligreses
de domingo dedican más horas –con diferencia– a la televisión que al templo. Y
no siempre siguen la actualidad en la cadena televisiva de la Conferencia
Episcopal. Si yo fuera padre de familia y estuviese sometido a semejante
bombardeo de noticias sobre el caso de Granada, creo que no podría evitar
pensar en los sacerdotes de mi parroquia… Eso me preocupa.
Antes de plasmar
por escrito mis sentimientos en torno a casos tan graves, quisiera plasmar mis
desconsuelos. No me consuela el pensar que estas perversiones no suceden sólo
en la Iglesia, sino que se dan también en otro tipo de ámbitos como colegios,
gimnasios o campamentos de verano. Por el mensaje que proclamamos, por la
gracia que hemos recibido de lo Alto, y –sobre todo– por el carácter sagrado
del sacramento del Orden Sacerdotal, la gente espera mucho más de nosotros, los
sacerdotes. Y lo espera con toda razón. Tampoco me consuela el pensar que los
sacerdotes pervertidos, comparados con los sacerdotes entregados a Dios y al
prójimo, son un porcentaje mínimo, y que por cada oveja negra hay cien pastores
–de quienes nadie habla– que dedican su vida generosamente a su ministerio. No
me consuela en absoluto este pensamiento porque, aunque sea verdad –y puede que
lo sea– un pequeño tumor, insignificante por su tamaño en comparación con el
resto del cuerpo, supone una enfermedad –a veces mortal– para todo el
organismo. Los pecados de los sacerdotes que abusan sexualmente de los niños me
afectan y me manchan a mí y a todos los demás presbíteros. En este sentido,
comprendo muy bien la postración del Arzobispo de Granada ante el altar de la
Catedral. Ningún sacerdote ni obispo podemos desentendernos de culpas tan
graves como si fueran algo ajeno a nosotros. Por último, tampoco me consuela la
cautela de quienes alegan la presunción de inocencia y nos piden que esperemos
a los jueces antes de llorar o de juzgar. En primer lugar, la mera suposición
de faltas tan graves ya es un daño irreparable. En segundo lugar, lo peor de
las noticias que atestan nuestros telediarios no es el daño que unos sacerdotes
de Granada hayan podido hacer, sino el que noticias como ésa ponen en pie un
sinfín de casos probados y demostrados que se han ido sucediendo en el seno de
la Iglesia a lo largo de los últimos años. Sean culpables o inocentes los
llamados «Romanones», la acusación ha despertado a todos nuestros fantasmas. Y
esos fantasmas, por desgracia, existen y claman contra nosotros. Son los
mejores y más temibles fiscales en casos como éste. Ellos son los que me
duelen. ¿Cómo voy a consolarme presumiendo la inocencia de tres personas cuando
ya se ha demostrado la culpabilidad de tantos?
Siento un dolor
inmenso. Siento unos grandes deseos de pedir perdón por semejantes escándalos.
No pido perdón por los «pecados de la Iglesia»; la Iglesia es inmaculada y
santa, y ni siquiera nuestros pecados pueden manchar el traje virginal de la
Esposa de Cristo, nacida en las aguas del costado del Salvador. Como sacerdote,
pido perdón por los pecados de mis hermanos sacerdotes que han roto su vínculo
sagrado con la Iglesia cuando se han lanzado a atrocidades semejantes. Siento
una indescriptible lástima por el cuerpo mancillado y la confianza defraudada
de las víctimas; por el dolor de sus padres; y por el dolor causado al Corazón
taladrado de Cristo con semejantes ofensas. Siento un incontenible deseo de
hacer penitencia. Siento vergüenza. Siento ganas de llorar. Y, con todo, no me
siento mejor que los culpables. Respecto a ellos, desconozco todo sobre sus
vidas; Dios los juzgará. Pero también yo debería ser más santo, y cuando escribo
esto sí sé de lo que hablo.
Muchos
cristianos que acuden regularmente a sus parroquias y veneran a sus presbíteros
se habrán preguntado cómo es posible que unos sacerdotes cometan semejantes
infamias. A ellos –y a todos– les pediré que oren para que los sacerdotes
tengamos vida espiritual, seamos almas de oración, frecuentemos el sacramento
del Perdón, y contemos, también nosotros, con un director espiritual a quien
nos sometamos. Porque el sacerdote, bendecido con el celibato, renuncia a formar
una familia carnal, y desde ese momento no tiene en este mundo nada ni a nadie
más que a Cristo. Pero si ese sacerdote no reza, si no cuenta con la ayuda de
otro sacerdote amigo que lo anime a ser santo, si no se confiesa con
frecuencia, y no ama hasta la locura el sagrario de su parroquia… Entonces ese
sacerdote puede caer en abismos insondables de perversión y de tinieblas.
Vosotros, los
laicos, sois hijos de Dios. Merecéis sacerdotes santos, muy santos. Orad día y
noche por nosotros, para que Dios os dé lo que, como hijos suyos, os pertenece:
unos sacerdotes enamorados de Cristo, que lo hagan presente en medio de su
pueblo.
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