Poco después de abandonar la cárcel, empecé a salir con una
chica, y aquella relación acabó en un embarazo no previsto. Consideramos
seriamente la posibilidad de abortar, y tengo que decir, para mi vergüenza, que
fui yo, más que la madre de la niña, quien consideraba esa como la mejor
elección.
Afortunadamente, acabamos
teniendo el bebé, mi hija Lorna, y unos dieciocho meses después nació mi
segundo hijo, Joe. Mi relación con su madre fue turbulenta y tortuosa, y me
hizo consciente – al tiempo que fue un peso insoportable en mi conciencia- de
la devastadora naturaleza de una pasión irresponsable e insensata.
Como en toda relación
centrada en uno mismo, los compañeros de fechorías convierten sus vidas en un
infierno y, lo que es mucho peor, convierten en un infierno en la tierra la
vida de sus hijos. Recuerdo mis esfuerzos para poder ver a mis hijos cuando su
madre desapareció con ellos. Joe era un bebé y Lorna debía tener unos dos años.
Cuando pude verlos de nuevo, constaté el tremendo sufrimiento que la lucha por
la custodia había ocasionado a mi hija.
Cuando la llevaba en coche a casa, estaba visiblemente afligida,
con el dedo gordo metido en la boca, mirando por la ventanilla, desconcertada,
confusa… Siempre son los niños los que acaban sufriendo las consecuencias del
desenfreno sexual, bien porque se acaba poniendo fin a sus vidas en el vientre
de su madre, bien porque el egoísmo de sus padres hace su vida insoportable.
Los niños son las víctimas silenciosas de la inmoralidad sexual.
(Del libro “Mi carrera con el diablo”. Joseph Pearce. Editorial
Palabra, S.A.
Año de publicación 2014.
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