¿Podré ir al cine?, ¿al teatro?, ¿a cenar?, ¿quedar con los amigos?, ¿a
la montaña? Vaya, ¿podré llevar la misma vida que llevaba hasta el día de mi
conversión? Estas son algunas de las preguntas que me hacía y que una de mis
catequistas me contestó con un simple: "ya lo irás viendo, no tengas
prisa, tiempo al tiempo".
¿Por qué me hacía todas estas preguntas? ¿Por qué
nos hacemos preguntas cuando hemos de tomar una decisión importante? ¿No
sería mucho más sencillo tomar el atajo y esperar a ver qué pasa? O bien, ¿no
hacer nada y quedarnos en la incógnita de lo que habría podido pasar?
Lo que está claro es que casi dos años después de lo
que me pasó en La Catedral aquella tarde del mes de julio muchas cosas han
cambiado en mi vida.
De repente apareció en la catedral
Como cada día, me levanté, fui a trabajar, cuando
salí fui a casa a comer, y cuando terminé empecé a analizar cómo era mi vida,
qué pasaba, si era feliz, si me sentía llena. De repente, una fuerza me
empujaba a salir de casa corriendo, y lo siguiente que recuerdo es que me
encontraba sentada en un banco, el que había delante del confesionario, al
lado derecho del coro, justo delante del había uno de los canónigos de la
Catedral, que por otra parte se llama Juan.
Estando sentada en aquel banco, en pleno mes de
julio, en que La Catedral está llena de turistas que hacen fotografías,
hablan, comentan, corren, etc. yo cerré los ojos y dije: "si hay
alguien aquí que me pueda ayudar, por favor, que me escuche y me ayude".
De repente, se hizo el silencio absoluto, no se oía a nadie, tenía un peso en
los ojos que me impedía abrirlos. Cuando "desperté" me di cuenta de
dónde estaba sentada, a mi lado tenía un confesionario y seguramente allí
encontraría la respuesta a mi pregunta: ¿qué me ha pasado?
"Sentía una paz inmensa"
Lo que me pasó estando dentro La Catedral es muy
sencillo de explicar, pero lo que lo hace complicado son las sensaciones que
tuve, era como si el estómago me hubiera dado un salto, pero al mismo tiempo
sentí que todos aquellos nervios que tenía cuando entré se habían
desvanecido, sentía una paz inmensa, sentía que estaba exactamente donde
quería estar, tenía claro que todo lo que pudiera pasar a partir de ese
momento sólo podrían ser cosas buenas.
Yo no había entrado nunca en un confesionario, pero
yo necesitaba sacar y explicar lo que me había pasado y encontrar respuestas.
Seguramente no las encontraría allí, pero lo intenté. En ese momento no había
nadie que esperara y decidí entrar. Cuando estuve dentro, vi la figura de un
cura que me hacía una serie de preguntas (que suponía que eran normales):
¿cuánto tiempo hace que no te confiesas?, ¿por qué no lo has hecho nunca? A
lo que yo contestaba: padre, yo no soy creyente, mi familia es agnóstica y
¡ni siquiera estoy bautizada! En ese momento, tuve la sensación como si
hubiera pasado un tiempo de mucha tensión y de repente me viniera la calma,
entonces me puse a llorar y no podía parar de ninguna manera. El llanto no
era de tristeza, más bien era de paz, tranquilidad, pero no paraba y cada vez
que intentaba hablar y explicarle algo al cura volvía a llorar.
Decidida a bautizarse
Fue un momento, pero seguramente se debería hacer muy largo. Yo le contaba
cómo había sido mi vida, y, como si hubiera encontrado la respuesta, de
repente dijo unas palabras que al principio me sonaban rarísimo: bautizo,
confirmación y comunión, pero a medida que lo iba repitiendo se convertían en
palabras preciosas, llenas de significado. Yo le dije que necesitaba unos
días para pensarlo, pero al mismo tiempo, cuando salía por la puerta de La
Catedral, ya le estaba diciendo a una amiga: ¡me bautizo!
Necesité sólo unos minutos para decidir que esto era
exactamente lo que quería y necesitaba. Quería, y quiero, formar parte de
la Gran familia cristiana y católica y la única manera es empezando a
hacer un proceso de catecumenado, participando de las actividades que me
ofrece la Iglesia y, evidentemente, participar activamente en mi Parroquia.
Empecé un proceso de catecumenado que duró un año y
medio aproximadamente. Me bauticé el día 12 de enero de 2013 en la
Cripta de la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia, en el Año de la Fe.
El cura que presidió la ceremonia se llama Juan (a Jesús también lo bautizó
un Juan), lo hice el día antes del bautismo de Jesús y presidía Santa
Eulalia, la Patrona de Barcelona.
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