Padres y
escuelas
La escuela ha de ser vista en
este contexto: como una institución destinada a colaborar con los padres en su
labor educadora. Cobrar conciencia de esta realidad se hace más acuciante
cuando consideramos que, en la actualidad, son numerosos los motivos que pueden
llevar a los padres –a veces sin ser enteramente conscientes– a no comprender
la amplitud de la maravillosa labor que les corresponde, renunciando en la
práctica a su papel de educadores integrales.
La emergencia educativa,
tantas veces evidenciada por Benedicto XVI, hunde sus raíces en esta
desorientación: la educación se ha reducido a «la transmisión de determinadas
habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de
felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de
gratificaciones efímeras», y de este modo los jóvenes quedan «abandonados ante
los grandes interrogantes que surgen inevitablemente en su interior», a merced
de una sociedad y una cultura que ha hecho del relativismo su propio credo.
Frente a estos posibles
inconvenientes, y como consecuencia de su derecho natural, los padres han de
sentir que la escuela es, en cierto modo, una prolongación de su hogar: un
instrumento de su propia tarea como padres y no sólo un lugar donde se
proporciona a los hijos una serie de conocimientos.
Como primer requisito, el
Estado debe salvaguardar la libertad de las familias, de modo que éstas puedan
elegir con rectitud la escuela o los centros que juzguen más convenientes para
la educación de sus hijos. Ciertamente, en su papel de tutelar el bien común,
el Estado posee unos derechos y unos deberes sobre la educación: sobre ellos
volveremos en un próximo artículo. Pero tal intervención no puede chocar con la
legítima pretensión de los padres de educar a sus propios hijos en consonancia
con los bienes que ellos sostienen y viven, y que consideran enriquecedores
para su descendencia.
Como enseña el Concilio
Vaticano II, el poder público –aunque sea por una cuestión de justicia
distributiva– debe ofrecer los medios y las condiciones favorables para que los
padres puedan «escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las
escuelas para sus hijos». De ahí la importancia de que quienes trabajan en
ambientes políticos o relacionados con la opinión pública busquen que tal
derecho quede salvaguardado, y en la medida de lo posible se promueva.
El interés de los padres por
la educación de los hijos se manifiesta en mil detalles. Independientemente de
la institución en la que estudien los hijos, resulta natural interesarse por el
ambiente existente y por los contenidos que se transmiten.
Se tutela así la libertad
de los alumnos, el derecho a que no se deforme su personalidad y no se
anulen sus aptitudes, el derecho a recibir una formación sana, sin que se abuse
de su docilidad natural para imponerles opiniones o criterios humanos de parte;
así se permite y fomenta que los chicos desarrollen un sano espíritu crítico, a
la vez que se les muestra que el interés paterno en este ámbito va más allá de
los resultados escolares.
Tan importante como esta
comunicación entre los padres y los hijos es la que se da entre los padres y
los profesores. Una clara consecuencia de entender la escuela como un
instrumento más de la propia labor educadora, es colaborar activamente con las
iniciativas o el ideario del colegio.
En este sentido, es importante
participar en sus actividades: por fortuna, es cada vez más común que los
colegios, independientemente de que sean de iniciativa pública o privada,
organicen cada cierto tiempo jornadas de puertas abiertas, encuentros deportivos,
o reuniones informativas de corte más académico. Especialmente en este último
tipo de encuentros, conviene que acudan –si es posible– los dos cónyuges,
aunque requiera cierto sacrificio de tiempo o de organización: de este modo, se
transmite al hijo –sin necesidad de palabras– que ambos padres consideran la
escuela un elemento relevante en la vida familiar.
En este contexto, implicarse
en las asociaciones de padres –colaborando en la organización de eventos,
haciendo propuestas positivas, o incluso participando en los órganos de
gobierno– abre toda una serie de nuevas posibilidades educativas. Sin duda,
desempeñar correctamente una función así requiere un notable espíritu de
sacrificio: es necesario dedicar tiempo al trato con otras familias, conocer a los
profesores, acudir a reuniones...
Sin embargo, estas
dificultades se ven ampliamente compensadas –sobre todo, para el alma enamorada
de Dios y ansiosa de servir– por la apertura de un campo apostólico cuya
amplitud no se puede medir: aunque las reglamentaciones del colegio no permitan
intervenir directamente en algunos aspectos de los programas educativos, se
está en condiciones de implicar e impulsar a profesores y directivos para que
la enseñanza transmita virtudes, bienes y belleza.
Los demás padres son las
primeras personas que agradecen tal esfuerzo, y para ellos un padre implicado
en la labor del colegio –ya sea porque tiene ese encargo, ya sea porque por
propia iniciativa muestra su preocupación por el ambiente de la clase, etc.– se
convierte en un punto de referencia: una persona a cuya experiencia acudir, o
cuyo consejo buscar en la educación de los propios hijos.
Se abre así el camino a la
amistad personal, y con ella a un apostolado que acaba beneficiando a todas las
personas del ámbito educativo en el que se desenvuelven los hijos.
J.A.
Araña - C.J. Errázuriz
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