Cerca de mi casa hay un terreno de pasto y allí
viven dos caballos. De lejos parecen caballos normales pero cuando uno se
acerca se da cuenta que uno de ellos es ciego. Aún así, el dueño no se deshizo
de él sino que le puso por compañero un caballo más joven. El caballo joven
tiene atada a su cuello una campana; de esta forma, el caballo ciego sabe dónde
está el caballo joven y va tras él. Ambos pasan el día pastando en el campo y
cuando se hace de noche el caballo ciego sigue a su compañero y de esta manera
se guarecen en el establo. El caballo que lleva la campana vuelve de vez en
cuando la cabeza como cerciorándose que el caballo ciego le sigue. Y el caballo
viejo va confiado sabiendo que va por buen camino.
Como el dueño de los dos caballos, tampoco
nosotros deberíamos desprendernos de los que no son tan perfectos como nos
gustaría que fuesen y cuidarlos de la misma forma que nos hubiera gustado que
hicieran con nosotros si hubiéramos ocupado su lugar.
Algunas veces somos el caballo joven que guía,
pero otras somos el caballo viejo que es guiado. Así son los buenos amigos,
están siempre aunque a veces no se les vea
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